El olor a sangre y desinfectante impregnó el ambiente. El maravilloso arco iris que disfrutara durante meses se convirtió en oscuros nubarrones ante la presión de esas manos heladas, que aferrando su cabeza tironeaban y tironearon hasta arrancarlo brutalmente de la maravillosa morada donde creció su cuerpo.
De repente los pulmones se expandieron, a causa de algo con sabor a estrellas que entró por su boca. Un mundo de sensaciones apareció de la nada e hizo que se activaran los cinco sentidos.
Olores y sabores desconocidos lo avasallaron. El dolor al abrir los ojos le hizo llorar aterrorizado por la presencia de esa luz tan fuerte que parecía iluminar su cerebro a través de las pupilas; pero más, por la incomodidad de adaptar esa esencia cósmico sideral a la densa masa de músculos y huesos.
La fusión misteriosa se produjo lentamente; la energía fue ocupando cada célula, cada órgano, y a medida que era atrapada por las vísceras, iba perdiendo la consciencia y el recuerdo de su Vida Divina; inmerso en las tinieblas de la carne desapareció el dolor.
Entonces descubrió sus manos: las miró; estiró y flexionó dedo por dedo, como acomodando unos guantes de lycra. Enfrentadas las observó, palma, dorso, con secuencia y ritmo, realizando una danza armónica y sutil. Recordando las cosas que hizo y hará con esos maravillosos artefactos que nos identifican como género humano.
Todo sucedía simultáneamente; sus emociones eran confusas, sentía miedo y frío. Estaba perdido en un mundo desconocido y hostil. Encerrado entre paredes que recorría buscando algún atisbo, algún consuelo… y la vio, vio a esa mujer que lo miraba con tanto amor, que le pareció ver a Dios en esa mirada, y la reconoció; en su vuelo celestial él la había elegido, sería su madre en la tierra, su guía y protección. También le había dictado el nombre que debían ponerle; esa vibración de vocales y consonantes necesarias para transitar plenamente su vida.
Cuando delicadamente lo tomó en sus brazos, lo colocó junto al corazón latiendo los dos al unísono; fue entonces que el sabor a ternura y leche colmaron la habitación.
El pacto más sublime e indescifrable de la naturaleza humana: la maternidad y la encarnación, estaba sellado…
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