Siempre quiso cocinar. Papá quería montar un restaurante, cuando todos sus pacientes sanaran. Cuatro mesas. Él a los fogones. No había sitio para ella. Pero papá murió a destiempo. Los pacientes se curaron. Al hijo le quedó el legado de la pérdida y la herencia de un deseo sin cumplir.
Vagó por el planeta, con la mochila al hombro cargada de responsabilidades que siempre sintió ajenas. Vagó huérfano de un destino propio. A su alrededor amigos y amores, familia atenta fueron naipes de un castillo desestructurado.
Se sumergió de pronto en los fogones. Calibre en mano, pesa de precisión. Todo lo medía, todo lo anotaba. Recetas perfectas, medidas con decimales. Reproducciones exactas un día tras otro de cada plato. El ingeniero de los fogones. Su cocina es un laboratorio, tanto por la pulcritud y la higiene como por los tubos de ensayo donde guarda las soluciones que son sus salsas. Precipitados perfectos. Composiciones de color que jamás se permiten una diferencia. La mancha de mayonesa de arándanos circular, de un centímetro de diámetro, en diagonal con la de crema de mostaza, de iguales dimensiones. En el centro una pieza de secreto brillante en su punto justo. Cocinada con una lágrima de aceite y su propia grasa, a 150ºC. No hay espacio para la improvisación en la cocina del ingeniero. Ni falta que le hace. Es su deseo tener el control total de lo que ofrece. La alteración es inadmisible. Necesita esa perfección en lo que ofrece para poder vivir. Es su manera, teniendo todo controlado, de seguir adelante. Él, que siempre quiso encargarse de los demás ahora solo alimenta a extraños. Pero depende de él, de nadie más. Y así es capaz, cada día de dar otro paso. A pesar de haber sembrado su pasado de cadáveres, muertos por él. Con dardos envenenados de indiferencia o traición aniquiló a la chica que más le quiso, a la que le fue siempre fiel compañera. Abrió la puerta de la camioneta en pleno viaje y deslabazó su cuerpo en la cuneta. Con el corazón roto de inanición. Había sometido a quien más le quiso a la tortura del silencio, de la ausencia de explicaciones, a la soberbia de la razón. La abandonó en un estado de anorexia anímica del que difícilmente se recobraría,
Por eso, el ingeniero de los sabores, pesa, mide, controla y necesita alimentar y dar gusto a extranjeros, a extraños que le alaben el buen hacer. La precisión del aroma y el gusto a él ya no le vale. No disfruta con nada de lo que come. El tabaco y el alcohol han matado sus papilas y solo observa el deleite del extraño que felicita su plato y buenhacer. Y al día siguiente, otra vez a olvidar, entre vapores, la desolación y el daño, el terreno baldío que arrasó en su huida. Ahora él tiene sus propios pacientes, igual que los tuvo su padre. Y se encarga de esos desconocidos sin poder curarse él mismo ni a los suyos, que le quieren, siempre le han querido y le van a querer.
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