Insomne.
Una luna adamascada encabrita
la noche de crines azules.
Bajo esa fruta que cuelga
en la ingravidez del éter conmovido,
desmigo los cantos de una guitarra de pájaros
que revuelve mi pecho con sus acordes locos.
Amargos,
son un puñado de magnesio
que cuaja mi pensamiento
como un queso.
Cae desde esa altura
una salmuera de lágrimas doradas.
Silentes, a la par que gritan
sobre los techos informes
que la oscuridad reúne
como un malabarista una baraja
de comodines.
Su jugo luminoso gotea a través de mi ventana,
ácido aún, de no estar madura,
agrio de siglos.
Derretida luna
que me envuelve y palpita
en medio de este entorpecido desvarío.
Cantamar.
Caracol irisado,
tú que guardas en tu corazón
el canto del agua que te ha visto nacer,
susurra en mi oído
la voz que he extraviado al dejar atrás
la enroscada infancia;
caracol fetal,
burbuja que engendra el ser,
espiral que se repite en cada célula,
código perfecto,
postura que adopta la vida
y que la muerte deshace
dejándonos extendidos para siempre.
Sentada sobre las rocas mudas
acerco a mi oído tu túnel palpitante,
como otro oído similar al mío, pero inverso,
un oído que en vez de absorber el sonido
lo deja escapar,
oreja que canta,
recuerdo intacto del mar
donde la oscuridad se vuelve luz
al salir de tu centro;
caracol vacío y lleno,
debes morir para cantar;
sentada sobre imaginadas rocas
con el mar ausente
y la línea profunda del atardecer
que se tiñe de rosa,
oigo tu opalino rumor de olas
crecer desde la palma de mi mano
y acunar mi sangre
en una perfecta
y siempre viva marejada.
Naranjas
Esa rueda de cobre,
ese astro sin órbita atrapado al follaje,
esa única y múltiple estrella de bronce sin pulir,
esa piel rugosa de sapo comestible,
esa naranja madura cuelga de la rama
como un ahorcado a quien la muerte sentara bien.
En su esqueleto de alegre color
la flor se ha transformado en jugo
sediento de ser bebido.
Quitándose los azahares,
la novia vegetal ha dado a luz
un cargamento de huevos acuosos.
En la quietud de la mañana,
mientras las hojas agitan su adiós a la luna
que viste su vuelo lechoso
con los primeros azules del alba,
ellas se aferran, inmóviles, cavilosas,
a una misteriosa noche interior
que deshace el cuchillo que las abre
transformándola en luz azucarada,
mientras sangran su primoroso amor
en las copas del desayuno cotidiano.
Festín
El fuego se revuelca, inquieto,
sobre la arena,
envía pájaros de niebla,
flores que se deshojan,
manos que quieren arañar las nubes.
En torno a la fogata
nos sentamos a asar estos peces
grises como el humo.
Un manjar
que el hambre de nuestra juventud
haría inmejorable.
Adoración.
Gotean ojos oscuros y la noche es ciega.
A los claros resplandores del hogar,
las brasas se retuercen,
gritan su nostalgia de humos y me envuelven,
me enlazan como en una despedida.
Giran las conversaciones, las risas lejanas,
todos tienen algo que decir, pero yo callo;
el fuego me convoca
a otros ritos misteriosos y terribles
que aún desconozco y que me aguardan.
Cerezas maduras
I
El cerezo se suicida
y su sangre gotea
desde sus venas rotas.
II
Beso del aire,
mariposa carmesí sobre la rama,
grillo mudo que canta en rojo vivo
la claridad del verano.
III
Semáforo de terciopelo,
marcas un alto en el tráfago del día
y nos reúnes en la esquina de la mesa
a compartir los chismes agridulces
de tu pulpa dorada.
IV.
Pequeña llama que arde en los fogones del alba,
braza fría en mis manos,
alma que el petirrojo dejó sobre las ramas,
agua de atardecer que endulza
la memoria de mis labios.
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