(Mamá Julia)


Esta historia transcurre en Colombia, durante la década del sesenta.

Julia tenía cincuenta años el día que visitó por última vez al doctor Cubillos. Nunca imaginó que más de cincuenta años después su bisnieta estaría contando la historia de esos últimos días.

Cuando dejó el lugar, Julia tenía los ojos enfurecidos, del refunfuño solo se pudo entender: “matasanos tenía que ser”. Con su paso firme de siempre comenzó a caminar a la casa. Subiendo el alto de la ceiba, antes de entrar por la puerta leyó de nuevo la receta, la dobló y guardó en el bolsillo del delantal blanco impecable que usaba para bajar al pueblo. Abrió fuerte la puerta de la cocina y dijo “mija ya llegue”, mientras secaba su cara con el delantal y recobraba el aliento. Inés corrió a saludarla y a buscarle una butaca, pero mamá Julia no se sentó esta vez.

Inés, que conocía bien a su abuela, ya sabía que algo no andaba bien; seis años juntas así lo demostraban y se atrevió a preguntarle cómo le había ido con el doctor, a lo cual ella respondió: “ni me nombre a ese matasanos mijita, ese quiere que me muera de hambre y ¡no señor!, si me voy a morir que me entierren bien llenita”.
Los ojos de Julia volvieron a enfurecer y con toda la dureza que la caracterizaba arrugó la fórmula médica lanzándola al fuego de la hornilla de leña. Inés trato de leer, pero solo pudo ver cómo las recomendaciones ilegibles del doctor Cubillos ardían lentamente.
Nunca se supo que tanto fue lo que dijo el doctor, ese fue el secreto que mamá Julia se llevó consigo. Ella nunca hablaba de sí misma, años de trabajo en la plaza de mercado le habían forjado un fuertísimo carácter y una voluntad de hierro.

La vida en la casa de la ceiba siguió siendo la misma: se comía el mismo peto de arroz, se dormía a las siete sin falta y los domingos todos usaban zapatos para ir a misa en el pueblo.
Pasaron entonces unos doce domingos más y una mañana antes que cantara el gallo, mamá Julia despertó a Inés diciéndole: “mijita, empaque huevitos criollos, los zapatos de misa y calzones limpios porque nos vamos a ver a su mamá”.
Inés se levantó de un brinco de la cama y corrió a buscar los zapatos, estaba muy emocionada de verla después de tanto tiempo, la última vez que sucedió tenía seis años y estaba ahora muy cerca de cumplir ocho.

Justo cuando el gallo cantó, Mamá Julia e Inés dejaron la casa del alto de la ceiba y bajaron al pueblo cargadas. Llevaban un conejo, veinte huevos, varios plátanos verdes y una pareja de un gallo y una gallina kikos dentro de una cajita de madera.

Fue un viaje eterno, casi cuatro días cambiando de transporte cada tanto hasta que al fin llegaron a la ciudad.
Esta fue la primera vez que Inés vio una estufa que no tuviera leña y luces que no fueran velas. Al llegar, Julia besó a Mercedes en la frente, le entregó los regalos y le dijo: “Mija, ya es hora que la niña esté con usted, yo estoy vieja y cansada”.
Pasaron varios alegres días pero uno de ellos Julia se levantó temprano de nuevo y se alistó. Inés se dio cuenta y también comenzó a alistarse, pero mamá Julia le dijo que no, que volviera a acostarse porque esta vez no volvería al pueblo, ya se quedaría con Mercedes. Inés no entendió muy bien por qué, pero se acostó de nuevo y fingió que dormía. Horas más tarde, Inés y Mercedes despidieron a mamá Julia en la parada del bus, ella regresaba sola a la casa de la ceiba. Antes de partir besó a su nieta en la frente y le recomendó los kikos: “Cuídelos mucho mijita, seguro le dan huevitos pronto”.

Mamá Julia se alejaba en el bus y por primera vez en años permitía que alguien la viera llorar. Inés no le despegó la mirada hasta que el bus desapareció en la carretera empolvada.
No pasó mucho tiempo tras la partida de mamá Julia cuando una mañana de domingo, mientras Mercedes e Inés desayunaban, la gallina Kika, que mamá Julia había dejado, pegó un enorme salto a la butaca y luego otro a la mesa. En la punta de la mesa estiró el cuello poniendo las alas hacia atrás y cantó con el mismo sonido que el gallo Kiko hizo en otras mañanas. Mercedes aterrada gritó y le pidió a Inés que corriera a buscar el palo de la escoba. La niña lo buscó pero en medio del alboroto gritó también ¿qué va a hacer mamá? Mercedes respondió que si la gallina cantaba como el gallo, es porque anunciaba una desgracia. “La única manera de impedir la desgracia es matando la gallina de un golpe ¡páseme la escoba rápido!”. Inés entregó a su mamá el palo, ambas se miraron, pero la gallina no cantó más. Mercedes recordó a mamá Julia y el amor con que había traído ese regalo desde tan lejos, de tal manera que no tuvo el valor de matar la gallina, así que juntas decidieron persignarse y esperar que la desgracia no apareciera.

La tarde pasaba y el sol caía sobre la cuidad. Inés vio al cartero a lo lejos, caminaba con prisa hacia su casa. Mercedes le abrió la puerta y el cartero dijo: “marconi para usted doña Mercedes”, extrañada abrió el telegrama y tras pocos segundos lo dejó caer. Mercedes cubrió su rostro y estalló en llanto, Inés levantó el papel y pudo leer claramente: “mamá Julia murió, urge su presencia”. Inés se abalanzó sobre su mamá, ahora arrodillada en el suelo, la abrazó tan fuerte que dejó de sentir sus brazos mientras pensaba con nostalgia en los kikos, en su abuela y en la casa del alto de la ceiba.

(Inés a la izquierda)

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