NO QUIERO MÁS PALABRAS

NO QUIERO MÁS PALABRAS

Luis está más flaco que yo. El uniforme que me han dado me sobra de largo y de ancho, pero no tanto como a él, que parece asomar su cabeza picuda por el cuello de una camisa en la que caben dos cuerpos como el suyo. Además se ha manchado bebiendo de la bota que ha ido pasando Lorenzo, al que sus padres han provisto de buen vino de cosecha y de comida que no nos ha dejado ni oler. Con esas trazas nos apeamos del tren. Nos dejan dormir en casa. Es una suerte que nos ha tocado a los que vivimos en sitios con estación. Mañana seguimos viaje hasta nuestro destino.

No he podido avisar que llegaba. Me reciben los besos ansiosos de mi madre. No pregunto, pero los ojos duros de mi padre me lo dicen todo: seguimos sin saber nada de él. La tristeza gris que se coló en casa hace tres años ha ido esparciéndose, adueñándose de todos los rincones. Rebosa por la cama vacía de mi hermano; en el plato de menos que se pone en la mesa. Antes de que no tenga más remedio que llorar, me despojo del uniforme, me cambio y escapo a buscar a Luis para dar una vuelta por la calle Mayor.

—¿Sabéis algo? —me pregunta.

Le digo que no y hacemos como que cambiamos de tema, aunque los dos sigamos masticando la pena. Nos fumamos un cigarrillo y paramos en el bar de Andrés. Invito yo porque él nunca tiene un céntimo.

—Lo mismo cuando lleguemos allí, algún mando te puede decir algo, o echarte una mano.

A Luis el vino se le sube rápido a la cabeza, debe de ser por lo flaco que está. A veces me da miedo que empiece a hablar de más. No se da cuenta de que hay cosas de las que es mejor no hablar. Nunca sabes quién puede estar escuchando. Le acompaño a casa porque las piernas se le han aflojado con el vino. Agarrados como vamos del brazo, de vez en cuando me arrastra en su caminar zozobrante.

—Fui yo quien le dijo que fuera —logra articular a duras penas.

Todo se desvanece, se escurre por la alcantarilla pútrida que han abierto las palabras malditas de un maldito borracho. Tenía que ser él, él, mi amigo al que aún sujeto para que no se caiga. Pero ya no puedo con él y con mi angustia. Le siento aprovechando un bordillo y yo me acomodo a su lado.

—Yo no podía ir porque no tenía dieciocho. Y él acababa de cumplirlos así que le dije que fuera él. No pongas esa cara. Era una aventura, un juego.

Un juego. Eso parecía cuando esa noche mi hermano me susurró con los ojos brillantes de entusiasmo: «Me he apuntado… Hemos ido todos los amigos al ayuntamiento… Por si hay que defender la patria… No se te ocurra decirle nada a nuestro padre». No le dije nada porque mi hermano me había enseñado que los secretos eran sagrados.

La cabeza picuda de Luis se derrumba sobre mi hombro. De buena gana le dejaba tirado en medio de la acera, pero mi hermano también me enseñó que a un amigo no se le abandona. Luis sigue farfullando.

—Le dije que yo guardaría el arma. A mí me hacía ilusión tener una pistola de verdad, ya sabes, como en las películas. Porque él quería apuntarse pero no hacerse cargo de ninguna arma. Ya ves, defender la patria sólo con el corazón.

No quiero llorar. Levanto a Luis y vuelvo a engancharle del brazo. No hay nadie a estas horas por la calle. Ya no me preocupa tanto que nos puedan oír. Así que dejo que Luis siga hablando entre llantos ebrios.

—La tiré. Y eso que no le dieron ni munición. Menuda defensa podían esperar que hicieran sin balas. Pero él me la llevó escondida la misma noche que la recogió. «Cuídala que cuando acabe la revuelta hay que devolverla», me dijo. «Han apuntado el nombre de todos y a mí nadie me deja por ladrón». Pero cuando supe que habían ido a buscarle a casa, me asusté y la tiré. Está en un po…

Le tapo la boca. No hay nadie, pero hay paredes que oyen. Seguimos en silencio hasta su casa. En silencio nos sentamos en el escalón del portal. A la madre de Luis no le gusta verle así. Esperamos a que se le pase el vino. Intenta hablar pero le digo que no, que ya no quiero más palabras esta noche. Luego le acompaño hasta el segundo piso por si tiene un tropezón por las escaleras. Huele a humedad, a humo, a pobreza. Su madre asoma por el pasillo en cuanto empujo la puerta de entrada. Saludo y trato de marcharme, pero no.

—Pasa, hijo, no te vayas, que hace mucho que no te veo y hasta que acabéis la mili seguro que no te vuelvo a ver.

Me abraza, me besa. Es tan buena la madre de Luis… Abraza a su hijo.

—¿Se lo has contado?

Luis niega con la cabeza. Ella llora en silencio.

—Tienes que decírselo, Luis. Díselo.

¿Por qué agacha la cabeza? ¿Qué más tiene que decirme que no me haya dicho ya? ¿Qué más que confesarme que él empujó a mi hermano a hacer lo que le tiene preso hace tres años?

—Díselo, hijo, díselo.

Luis se derrumba en una silla como si pesara tres veces lo que en realidad pesa.

—No va a volver. La misma noche en la que fueron a buscarlo, corrí a entregar el arma para demostrar que no había sido usada. Como prueba, ¿sabes? Para que lo soltaran. No me dio tiempo. No me mires así. No había nada que hacer. Ya los llevaban en fila a todos, a tu hermano y a sus amigos. Me escondí y los seguí. No me mires así. Sabes que si me hubieran visto, me habrían paseado también.

No. No quiero más palabras esta noche.

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