Tenía un olor característico a naftalina y lavanda una mezcla de esas que sólo el paso del tiempo, de años alegres y de penurias deja en los objetos olvidados en los altillos de los armarios. Era de color beige, supuestamente, pero el quehacer del paso sin freno de los días lograría que tornara en una tonalidad más agria. La curiosidad infantil es de las más ambiciosas, por eso María no había dudado alcanzar aquel misterioso cofre de cartón subiéndose en la vieja silla que su abuela tenía en un rincón de la habitación. A la tercera intentona logró alcanzar con la punta de sus pequeños dedos la caja de zapatos de la Abuela, allí donde guardaría, sin duda, sus más ocultos y valiosos tesoros.
A punto estuvo de caerse de la silla con la caja en las manos jovial por su reciente hallazgo, cuando su madre la sorprendió encaramada en aquellas alturas desde su infantil perspectiva de una niña de 6 años. No la regañó, al contrario la ayudó a descender y se sentaron juntas a los pies de la cama de la Abuela Luisa. Le preguntó porqué tenía tanto interés por aquella vieja caja. La niña le contó a su Madre que solía jugar al escondite ella sola y muchas veces había decidido usar las gruesas cortinas de la habitación de su abuela como escondite y allí detrás había espiado en más de una ocasión a la Abuela Luisa hacer un ritual. Tras cerrar la puerta con llave cogía aquella cajita del armario sacaba varias cosas de su interior y tras besar y echarse al pecho un papel lo guardaba todo de nuevo en la caja y la devolvía a su sitio.
Entre las dos quitaron la pequeña tapa de la caja, lo primero que que vieron era un azul papel de celofán que envolvía el resto del contenido: una foto antigua de dos jóvenes (su abuela Luisa y el abuelo Germán), otra foto de ellos dos el día de su boda, una flor seca con un lazo rosado y un papel doblado. Su madre lo desdobló descubriendo una carta escrita del puño y letra del abuelo Germán. En el interior había también un recibo del Monte de Piedad. La carta ponía una fecha que al verla su madre no pudo evitar rayar sus ojos. Era la última carta de su padre desde Alemania le había mandando su anillo de boda para que lo pudieran empeñar y alimentar a sus hijos. Dos días después de haber enviado aquella carta a su esposo había sido detenido en la Alemania oriental y no se supo nada de él hasta algunos años después de la caída del muro de Berlín. Acompañando aquella vieja carta había un telefax del ministerio de exteriores. El abuelo Germán fue uno de los muchos presos que no lograron salir con vida de sus prisiones.
La madre de María respiró hondo. «Cariño estos son los recuerdos de los abuelos desde que se conocieron y el abuelo le mandó esta carta para que siempre recordara lo mucho que la quería». María contenta con el descubrimiento y la posterior historia de amor salió de la habitación dando saltitos, su cabeza e imaginación ya estaban en otra cosa. Pero su madre no podía dejar de pensar en lo que acababa de descubrir por los juegos y travesuras de su hija. Ella era la pequeña de tres hermanos, había llegado a destiempo y se llevaba quince años con el mediano. Nació poco antes de que su padre emigrara a Alemania buscando lo que no encontraba en su país, pan para alimentar a su familia. Lo único que sabía era lo poco que lograba escuchar a escondidas siendo niña de las conversaciones de su madre y sus tíos. Ahora sabía porqué su padre emigró y nunca volvió. Y por fin entendió porqué su madre visitaba año tras año el Monte de Piedad manteniendo allí el anillo de bodas de su esposo para poder recuperarlo algún día. Comenzó a llorar y sin darse cuenta se le cayó la caja de zapatos. Apurada comenzó a recoger todo y devolverlo a su escondite. Se quedó paralizada al descubrir una brillante alianza al lado de su pie. A penas podía respirar, tardó un poco en poder reaccionar, recogió la alianza del suelo y rebuscó el ticket del Monte de Piedad. Ella creía que era un viejo recuerdo del empeño del anillo de su padre, pero al mirarlo bien comprobó que era un justificante de devolución. La fecha la terminó de derrumbar, justo un día antes de que falleciera plácidamente en su cama, había dejado el mundo tranquila al haber recuperado el objeto que más le recordaba a su marido y que durante años les ayudó a salir a los cuatro adelante.
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