Era una cálida tarde de domingo, un cielo azul hermoso perfectamente iluminado por un sol radiante, una brisa suave acariciaba mi rostro mientras estaba sentada en el patio de la casa de mi abuelo. Las notas de su acordeón alegraban mis oídos, esa alegre música que transitaba a través de mis recuerdos haciéndome pequeña para recordar todas esas reuniones familiares en donde la música no faltaba. Miro a mi abuelo, con su cabello blanco lleno de canas, su frente arrugada y sus ojos cerrados mientras sus dedos acarician cada tecla del instrumento formando una maravillosa melodía. Me atrevo a interrumpir un momento tan perfecto para preguntarle algo que me inquieta cada día, la necesidad de saber que camino debo seguir.

– Abuelo ¿para usted fue difícil emigrar? ¿Cómo decidiste venir a Venezuela?. Mi abuelo tomo su acordeón, lo puso sobre la mesa y comenzó su relato.

Cuando yo nací en 1941 Europa atravesaba la segunda guerra mundial, aunque Portugal no fue parte de ella también fuimos víctimas, la pobreza y la falta de comida era preocupante. Nosotros mismos sembrábamos verduras para comer y criábamos gallinas y cerdos en el pequeño establo de nuestra casa. No teníamos luz y el baño estaba afuera de la casa, no teníamos lujos pero era un lugar muy tranquilo, podías oír la melodía del viento por la tarde y abrigarte con el calor de la chimenea en el invierno.

Cuando conocí a tu abuela no tenía mucho dinero, pero tenía una casa que era lo más importante, entonces ahí vivíamos. También sembrábamos en un pedazo de tierra que estaba en la casa y guardábamos papa para el invierno. No teníamos nevera, la papa se cubría con eucalipto y se envolvía en sacos para mantenerla fresca. Cocinábamos a leña, casi todos los productos los hacíamos nosotros mismos, la leche la obteníamos ordeñando a las vacas, también hacíamos la mantequilla y muchas cosas más.

Cuando nació tu papa teníamos una vaca para darle leche, a la que yo llevaba todos los días a pastar en el campo. En ese tiempo yo tenía un acordeón rojo que me gustaba tocar en las fiestas y hacer despiques cantando y tocando con mis amigos. Mis tres hijos mayores nacieron en la casa con una partera, pero cuando nació el mas pequeño ya existía un hospital cerca de casa y él fue el único de mis hijos que nació en un hospital.

-Veo a mi abuelo reírse de algo que recordó y le pregunto ¿de qué se ríe? Y me dijo entre risas. -Cuando tu tío estaba pequeño un día llego llorando porque tu papa le dijo que era adoptado, que sufrimiento el de ese rapaz que decía que era verdad, y yo le pregunte ¿por qué crees que es verdad?, el me miro con los ojos como platos y me dijo, mis hermanos todos tienen ojos verdes y azules y el cabello rubio como mi mama, y yo tengo el cabello oscuro y ojos castaños… me quede pensando un momento mientras lo miraba y le pregunte

-¿de qué color son mis ojos?

-Castaños respondió el

-¿y mi cabello?

-Negro respondió al mismo tiempo que se le iluminaron los ojos y comenzó a gritar, ¡me parezco a mi papa! ¡No soy adoptado! Mi abuelo se reía a carcajadas recordando, yo también reía con la gracia de su relato, que eran tan cómico como nostálgico.

Cuando me vine a Venezuela la primera vez vine solo, tuve que vender el acordeón que tenía y que tanto me gustaba y muchas otras cosas para poder pagar el pasaje, un amigo me iba a dar trabajo en su carnicería, yo tenía miedo pero era necesario. Tu abuela y los niños se quedaron en Portugal, en ese tiempo yo le había dejado un poco de dinero, y les iba a mandar del que ganaba aquí. Ocho meses después alquile una casa y les envié dinero para que vinieran conmigo.

Era octubre de 1976, no pude ir al aeropuerto porque estaba trabajando pero mi hermano fue a buscarlos, me acuerdo que los recibí en la encrucijada los extrañe muchísimo. Los veía tan grandes, tan diferentes, estaban cansados llenos de miedo, estaban acalorados, no estaban acostumbrados a este caluroso clima, no estaban acostumbrados a este alboroto, a este tráfico de personas, a la bulla de los carros que pasaban, eran cuatro niños inocentes que no sabían nada de este mundo, y que tuvieron que venir a un país extraño por necesidad.

Fue muy difícil inscribirlos en el colegio, a cuatro niños que no conocían a nadie, que tenían otra cultura, que no sabían ni una palabra de español, que se sentían ajenos a este país. Creo que nunca pudimos adaptarnos, por lo menos yo, siempre extraño a mi país y aunque he ido varias veces de vacaciones no es lo mismo, hay una parte de mí que se quedo en Portugal, y espero morirme en mi país.

Ahora ves como todo ha cambiado, nosotros tuvimos que huir en busca de una vida mejor, y ahora cuarenta años después son mis nietos quienes tienen que huir en busca de otro horizonte. No es fácil emigrar hija, nunca lo será, jamás estarás seguro de que es lo que te depara otro país, nosotros tuvimos suerte de poder emprender aquí, pero mira lo que ha pasado, nada es seguro en esta vida. Decía mi abuelo, mientras sus lágrimas recorrían las arrugas de sus mejillas.

Las palabras de mi abuelo, son más reales que nunca, y están latentes en muchos hogares venezolanos. Cada día cientos de familias se despiden sobre el suelo de Cruz Diez, el emblemático lugar donde por última vez se derraman lagrimas de despedida. Ese suelo que ha sido testigo de familias incompletas, amistades que se separan y corazones rotos, que mantienen la esperanza de un retorno a una nueva Venezuela. Hoy más que nunca puedo afirmar que emigrar siempre ha sido y será una decisión difícil.

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