Nunca, ni siquiera por mera cortesía, mi abuelo paterno y mi abuelo materno habían cruzado miradas, menos palabras para siquiera saludarse.
Esta historia invita a entender, que no se necesita estar en vida para conocer a alguien.
En la época de los setentas de siglo XX, por separado, mis dos abuelos migraron a la capital de Chiapas. Una entidad que vive en la pobreza desde entonces y que actualmente agudiza año tras año. Mi abuelo paterno llamado David Paredes, migró alejado de su familia. Había abandonado la vida matrimonial con mi abuela, para practicar el oficio común de los solteros del lugar: embarazar a algunas mujeres que se le cruzaran, y luego abandonarlas. Dicen que fue bueno.
Además del tan particular quehacer, él fue chófer de los autobuses que salían de Tuxtla Gutiérrez a la Ciudad de México durante casi toda su vida. El viaje en aquél entonces duraba casi las 24 horas. Un trabajo que requirió de empeño, gusto y algo de drogas, según cuenta mi padre, para poder cumplir tan exhaustivo encargo.
Hombre de pocas palabras, sabio por todo el tiempo para pensar durante los viajes, el abuelo David nunca desarrolló ningún vínculo fuerte con sus hijos. Jamás le interesó. Nunca quiso demostrar amor convencional. Creo que fue su estilo, estilo que mi padre no heredo. Me hubiese gustado conocerlo. Me contaron que llegó enfermo, cansado, algo arrepentido a casa de mis padres. Comieron sopa de pollo y luego me cargó en brazos meses antes de fallecer.
Por otro lado, mi abuelo materno fue distinto. Hombre de muchas palabras. Algunas repetidas constantemente, pero como hombre versátil, era alguien que sabía usarlas para que uno ignorara el abuso y prestara únicamente atención a la crónica. Tuvo infinidad de historias, historias bien contadas. Todo aquél que lo escuchaba, quedaba seducido ante su prédica.
Él tuvo muchos oficios: campesino, pescador, guitarrista, cuenta historias, curioso, filósofo, mujeriego antes y después de casarse; y por último, taquero.
Este último oficio, fue empleado cuando migró a la ciudad que más bien tenía aspecto de pueblo. El taquero, de forma breve, es aquél que cocina la carne, guarda las tortillas y despacha el taco de manera tan ágil, que cualquier espadero quedaría asombrado.
Este trabajo fue el pilar para que una familia conformada por él, mi abuela y ocho hijos, incluyendo a mi madre, pudieran salir avantes ante la pobreza. No cualquiera tiene el mérito de lograrlo, en serio, vivimos en México.
Pasaron los años y la relación con mi abuelo nunca fue tan cercana. Sin embargo, me gustaba escucharle cuando se disponía de cronista, en el tiempo que cualquier anécdota se le avecinara en la memoria. Tenía la habilidad, de verdad.
El abuelo Allende Corzo, solía acudir casi todos los domingos a la casa para charlar, comer y ver el partido de fútbol como todo mengano, zutano y futbolero, que tiene el hábito de disfrutar el juego.
Un día, mi madre se encomendó en imprimir algunas fotografías para enmarcarlas y colgarlas en la pared que daba al comedor. Son cuatro retratos; en la primera sale el rostro de mi abuelo Allende; en la segunda, la cara de mi abuela paterna, mi tía y mi primo; en la tercera fotografía aparece mi abuela materna; y en la última aparecen mi abuelo David, mi tío Jorge, mi tía Guadalupe y mi padre. Gran parte de la familia está ahí, aunque sea mudos y congelados.
Al poco tiempo, en las visitas regulares, mi madre le presenta las fotografías que acaba de revelar al abuelo Allende. Trata de demostrarle que lo quiere mucho y que ha enmarcado esa fotografía para siempre verle en la casa. Pero mi abuelo no presta mucha atención; agradece el gesto y pregunta sin esperar más: -hija, y ese señor ¿quién es?- todos quedamos sonrientes ante la pregunta y mi padre le contesta: es mi papá, suegro.
Mi abuelo queda en silencio, no voltea a vernos y casi apropósito, con toda la intención de interrumpir el silencio que nos envolvía, responde: -yo le despachaba tacos a ese hombre. Jamás lo olvidé. Creo que era chófer de la terminal que estaba a la vuelta del negocio, ¿él es tu papá, hijo? – mi padre gira a donde mi abuelo David, queda pensante, y después mira al abuelo Allende y dice: sí, de verdad es él.
Una nostalgia cubre el ambiente. Mi abuelo comienza a contar que le recordaba todo el rostro a ese señor, menos los ojos. Y cuando vio la fotografía, no pudo dejar de verle los ojos, la mirada. Sentía que algo le llamaba.
Mi papá le revela que ya falleció y que nunca tuvo la oportunidad de convivir mucho con él, pero que lo quiere y lo extraña. – Es normal, hijo – dice el abuelo, -a veces las cosas no son como uno quiere, pero la sangre siempre ha de llamar- concluye.
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