Ayer falleció mi bisabuelo: Martín, “El Luna”.

“El Luna” cumplió el axioma que todos somos hijos de los cobardes.

No fueron mártires de utopías, solo pensaron en ellos y en sus familias, casi siempre ausentes, mientras ellos se tiraban al monte. Eran ignorantes de ideales.

Fueron amigos de sus amigos, lloraron sin verter lágrimas las penas de gente cercana y ofrecieron el hombro a un amigo y me atrevo a asegurar que invitaron a alguna ronda y a comer y beber a un conocido del otro bando e incluso al tonto del pueblo.

No eran héroes de libro, de esos que se quedan abandonados en una cuneta, acompañados en una fosa u olvidados en el extranjero o vete tú a saber dónde. Mintieron, robaron e incluso mataron, algunas veces en beneficio propio y otras en ajeno (acertaría que por razón de galones). Y es que vivieron en guerra, hermano contra hermano, rojos contra azules, cada uno enarbolando su verdad impuesta y, obligados, portaron un arma al canto de la victoria, que fue la derrota de todos.

A Martín le llamaban “El Luna” porque cambió varias veces de bando.

FIN

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