Todo allí adentro parece neblinoso y volátil, polvoriento. La sensación llueve desde las pocas luces y dibuja, como un rastro de harina pajiza, las siluetas.

El lugar es mortecino, estrecho, impregnado de un olor apiñado que satura la respiración hasta pegar a ella la sensación asfíctica.

Aún es temprano.

—Hola, papi… ¿Solito?

Sí, solito y hasta papi podría ser de esa mujer rotunda de piel rosada y cabello pulposo ese hombre que hace girar el vaso entre las manos.

Ella es joven. Tiene un toque gallardo su belleza tatuada con cosméticos. Mantiene en los labios la sonrisa de afabilidad indiferente con la que los clientes se emocionan y pagan su copa.

Él la mira.

Mira sus ojos, sordos de mares negros, como tormentas de alto oleaje que hunden navegantes aturdidos de añoranza y alcohol. Porque los que van a esos lugares, se parecen a huérfanos.

Le hace un gesto al barman para que sirva la copa que la mujer a su lado le ha pedido.

Ella se acomoda mejor en la banqueta alta. Se acomoda como una oferta que debe lucir bien en el escaparate; cruza las piernas soberanas, anudando los muslos que emergen de un anca cuasi renacentista.

Beben, en un silencio que ella no consigue quebrar con su belleza de muñeca sucia ni con su voz aguada y melancólica.

—¿Tenés nombre?

Él, que no la mira y mira la luz en los espejos de la espalda de barra, lo murmura. Ella lo escucha.

—¿León? —repite, en una voz tan baja como la que usó él— Es un nombre muy raro. Conozco otro León.

Él no la toca. No le atraviesa el cuerpo con el ansia. No la roza con la torpeza inculta de un cachorro que busca la adopción de una hembra buena. La mira, solamente.

—Estás muy triste… —concluye ella, al cabo de esas miradas que intercambian a través del espejo.

—¿Y vos?

A veces, a ella le tocan esos tipos difíciles que se sientan a sufrir en la barra y se dejan acompañar pacíficamente, como ancianos que han perdido el habla y se entretienen mirando los bullicios ajenos al otro lado de sí mismos.

Esos, que se sientan así y que se van sin compañía aunque decidan llevarla a ella al hotel de la esquina, le producen seguridad y despiertan su lado sereno. La mayoría de las veces, todo queda así, junto a esa barra, manos más, manos menos.

Este que ella mira ni siquiera tiene manos. Las mantiene ocupadas en marear el vaso de whisky que gira y gira como un carrusel de vidrios amarillos.

—¿Cómo viniste a parar acá?

Ahora, él ha vuelto sus ojos hacia ella.

La mujer piensa que ese hombre no sabe de qué hablar y por eso quiere que ella hable. Trasladarle su náusea y que ella hable de la suya para no estar tan a solas con la congoja.

—Cosas de la vida.

—¿Te gusta este trabajo? ¿Ganás bien?

Él pide otra copa para ella y a pesar de no haber vaciado su medida de whisky, también le indica al barman que sirva nuevamente.

Están un rato así y aunque él no habla, consume y gasta más que cualquier otro de esos que toquetean todo el tiempo exigiendo la reciprocidad a sus monedas.

—¿No se te ocurrió buscar otro laburo? —quiere saber él— ¿No te deja tu cafisho o no se te dio a vos?

—¿Qué pasa? ¿Sos policía? —se alarma ella, porque los clientes no hacen esas preguntas y pensándolo bien, los policías tampoco porque todos saben muy bien cómo es la cosa.

—No. Solamente quiero saber cómo llegaste acá.

—Porque hay tipos como vos que vienen a buscar mujeres como yo y otros hacen el negocio con eso. Estás grandecito… no me digas que recién salís del Seminario.

—¿Cómo era el otro León?

Ella se afloja con lentitud y bebe.

Él le pide otra copa, una botella de champagne y los dos beben pero él, todavía, no la toca. Sus manos no se meten con la piel.

—No todas las vidas salen bien, bombón —murmura ella. Su mano izquierda recorre el brazo de él. Lo rasca con las uñas, como una gata amasa una cobija.

—¿Qué pasó con León?

—No era mi novio ni mi marido ni nada de eso. Me acuerdo solamente de que era bueno ¡Era tan bueno que parecía tonto! Pero no era tonto. Era bueno, solamente.

—¿Y qué pasó? —insiste él.

—Un día se cansó de cómo vivíamos. Le pegó un tiro a mi viejo. Se lo llevó la policía y nunca más hablamos de León en casa.

La mujer advierte que hablan de ella. Siempre es al revés. Ellos beben y hablan. Buscan consuelo, amparo, una mamá oculta en el cuerpo de cualquier mujer.

Para la hora de irse, él ha gastado mucho y ambos han bebido hasta el punto de quiebre.

Salen así del bar, aún sin rozarse y ella piensa que van camino al hotel. Abraza al hombre con la soltura con la que se abrazan dos cómplices.

Oscar está en la puerta, en el lugar donde siempre la espera para llevarse “el cambio”, como le dice él a lo que ella recibe.

Sin embargo, en vez de disimular permitiendo que el cliente termine la rutina, se adelanta, frenético.

—¿De dónde saliste? ¿Qué hacés acá? —vocifera, amenazante.

La mujer piensa que está envuelta en un problema de cafishos y se aparta cuando León la suelta para sujetar a Oscar por las solapas de la campera y sacudirlo, igual que a una bolsa.

Le da una paliza frente a todos pero nadie interviene. Ni siquiera interviene la mujer.

León termina diciendo: “Es tu hermana ¿Cómo le hacés algo así a tu propia hermana?”

Cuando la policía llega, ya no hay nadie.

En el bar de la estación de servicio, la mujer y León beben café.

—No te reconocí. Estás tan cambiado —dice ella y solloza.

—Vos, en cambio, sos igual a mamá —responde él.

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