Que tu corazón su casa,
dijo el poeta que creían,
y se equivocaba.
Algunas vuelan al norte
de cabezas engreídas,
otras planean sobre migrañas,
hacia el sur del pantalón tendido,
bajo la falda de una estatua,
el este y el oeste de los tejados,
los portales de mil almas.
Ningún lugar está libre
del lucro de las migajas
que esparcen hastíos viejos
e inocencias todavía bravas.
Con trigo y agua disonantes
va agrandándose la plaga,
criada de falso civismo,
al manto de las estrellas,
del rocío y de la nevada.
Ni mares, ni cielos, ni corazones,
¡qué cojones!
Alberti se equivocaba.
Las ciudades son su casa.
Parques, aceras, cornisas,
esta, aquella y la otra plaza,
la esquina de cualquier calle,
la catedral, el burdel, la terraza.
El rincón más imposible
es susceptible de albergar
el acuchillamiento del lirismo,
de dejar en evidencia al poeta,
revistiendo de alegoría el cinismo.
Lástima del tiempo perdido
en exhibir pendones de paz,
cuando a kilómetros se divisa
tácita la amenaza de virus
inherente a un palomar.
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