Clodomiro Gómez nació en el viejo Montevideo, allá por el año 1900, por lo cual, como casi todos los nacidos en ese siglo fueron llamados «los guapos del 900».

Guapos no de hermosos, aunque Clodomiro si lo era, sino guapos respecto del lunfardo, ese dialecto que se gestó junto al tango en las orillas del Río de la Plata, el río ancho como mar, que baña las costas del Uruguay y la Argentina.

Para ser «guapo» no basta ser nacido en dicha época, no señor, hay que ganarse el mote con trabajo arduo, trabajo que se hace con los puños, los cuchillos , la cantidad de peleas que se hayan tenido, y porque no también la cantidad de «minas» o «percantas», o sea mujeres, que hayan pasado por la vida.

Clodomiro no era lo que se dice un súper guapo, no. El era un abusador. Pero eso se sabía de las puertas de la casita obrera donde vivía con su mujer y diez hijos, para adentro.

El alcohol había hecho estragos en aquel muchacho guarda de tranvía, que cambió la estampa impecable que incluía un gorrito ladeado, chaqueta entallada y polainas, por el overol, el pucho de tabaco siempre en la boca, y la agonía absoluta de las buenas costumbres .

Había preferido ser un obrero del frigorífico Nacional, en aquel barrio emergente de puro inmigrante, que se adornaba de vísceras y sangre de vacas y ovejas, pintando de carmín las laderas siempre verdes del Cerro de Montevideo .

Era el afilador oficial del lugar. Y como tal, su «guapura» estaba basada, en algo al menos, en la cantidad de cuchillos, cuchillas, hachas y demás instrumentos filosos, que debía reparar cada día.

No conforme con ello, tenía bajo el árbol de higueras del patio de la casa, una morsa para afilar los cuchillos de los vecinos. Siempre gratis. Porque a servicial con los ajenos no le ganaba nadie.

Solía aparecerse despues de media noche, y a veces a las dos de la madrugada, pidiendo comida recién hecha.

¡Ojito y fuera recalentada!.

Así que al señor había que esperarlo con la mesa puesta, el botellón de vino clarete hecho con uvas Carmenere, la sopa hirviendo y el segundo por supuesto, que debía llevar carne en abundancia y pan fresco.

Sus borracheras eran asquerosas.

Desde una tos que se oía a diez cuadras, hasta mocos atorados en la garganta lastimada, pasos por el baño sin ninguna desencia, insultos , golpes, gritos.

Cuando nacieron sus últimos dos hijos, mellizos gemelos, pareció calmarse un poco.

Pero no fué por mucho tiempo.

Aunque su mujer los arrimaba a su regazo cuando llegaba en estado calamitoso, para calmar su furia y evitar que le pegara.

Reía y jugaba con ellos, entre sorbos de clarete caliente y sopa de fideos, cosa que los niños aterrados, no tenían más remedio que soportar.

Duró poco el encanto.

Los mellizos crecieron y a su vez tuvieron sus propios hijos.

Fruto de uno de ellos soy yo.

No fuí ni la nieta mayor, ni la más bonita, ni la más graciosa, pero si , vaya a saber porque desatinos del destino, fuí la favorita del abuelo.

Cosa que no pasó desapercibida para mi abuela, pues sabía que una sonrisa mía al viejo, valía un golpe menos a su ya agotado cuerpo.

Si dijera que fué malo conmigo mentiría. Si dijera que me atormentó alguna vez mentiría también. Si dijera que yo lo quería mentiría, un poquito.

Para mi Clodomiro era el Capitán Gómez.

Capitán de un barco inexistente, que a puro grito con sus marineros creía que todo marcharía viento en popa, sin tormenta, en calma.

Los marineros lavaban la cubierta todos los días, y le ponían cloro para tapar el olor a orines.

Los cocineros guisaban platos exquisitos y suculentos para que su jefe estuviera contento .

El vigía atento a la marea fluctuante, miraba y cuidaba atentamente a ver cuando aparecía el capitán tambaleandose por la esquina y avisaba para que todos estuvieran listos.

Era un barco de esclavos. Sin cadenas tangibles, donde una pequeña de cuatro años era contramaestre para no naufragar para siempre.

Bastó un chasquido de los dedos de la parca para que el guapo guarda de tranvía se perdiera, luego de enterrar a su hijo favorito, que dicen las tías, con sólo seis meses el niño decía papá y mamá y se paraba solito en la cuna.

Pero la meningitis lo reclamó y lo hizo suyo.

Y el joven Clodomiro Gómez se transformó de inmediato en un ser sombrío , malo, de pocas pulgas y mucha rabia, que fué a parar al barco de marineros esclavos y yo.

Cuando la tripulación fué rindiendose al dolor , el barco quedó vacío.

Montevideo fué testigo del hundimiento del gran acorazado alemán Graff Spee, que aún duerme y sueña en las profundas aguas del río ancho como mar, herido de muerte por los propios alemanes , que asoma su mástil y puede verse hasta hoy desde la costa.

Igualito que ese.

Igualito que ese se estropeó el barco del abuelo y aún duerme en las intensas y heridas olas de nuestras memorias.

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