Lunes, 24 de agosto del 2015

Bolete A_ _ _ 109 lbs x 4.5 $/lbs

Bolete B_ _ _ _ 14 lbs x 4 $/lbs

Bolite C_ _ _ _ _ 5 lbs x 1.5 $/lbs

Hoy se cumplen tres semanas –restan otras siete– de rodar por las carreteras de British Columbia en el asiento del copiloto de un Chevy Blazer. Cómo llegué aquí y por qué vivo en un coche con un desconocido son detalles que carecen de importancia después de lo sucedido ayer. Hace dos tormentas que rondamos las inmediaciones de Skeena River, a la altura de Terrace, esperando una buena temporada de boletus. Ayer como siempre –este “siempre” con quince días de antigüedad– nos adentramos en el bosque confiando en su pericia. Debían de ser las ocho de la mañana cuando hundió la hoja de su cuchillo en el terreno y al sacarla afirmó repetidas veces con la cabeza. A diferencia de otras, la superficie daba la impresión de ser llana, así que celebré pasar una jornada sin gatear recuestos.

Los bosques de BC son como almacenes destartalados con todo tirado por medio: cientos de coníferas que perdieron la verticalidad se apoyan en otros especímenes, árboles tronchados o retorcidos a capricho, restos de animales en diferentes grados de pudrimiento, disparidad de texturas: algodón, babas, lija… El follaje disparejo que filtra la luz con intensidades variables recuerda la iluminación en una nave industrial a través de roñosas claraboyas de PVC.

La hoja del cuchillo no se equivocaba. Del musgo emergían ejemplares de boletus a discreción. La mayor parte de dimensiones comprendidas entre una pelota de golf y un balón de baloncesto y cuyos sombreros oscilaban entre el blanco y el marrón. La abundancia de setas en todas direcciones hizo que no nos siguiéramos la pista el uno a la otra. Debí tardar unas dos horas en llenar el cubo, solo entonces me percaté de que no tenía idea de en qué direcciones había caminado, ni sabía volver al coche, ni obtuvieron respuesta mis silbidos. Estaba perdida. Anduve largo rato –probablemente en círculos– con las treinta libras de boletus a cuestas hasta observar un claro en la hojarasca que interpreté como una carretera. Me equivocaba. Se abrió ante mis ojos una fastuosa llanura gobernada por un lago y en el margen opuesto, un grupo de individuas torcieron sus cuellos hacia mí. Me resultaban familiares.

Hacía mucho que no sabía de ellas. Cómo iba a sospechar que anduvieran juntas todas esas mujeres tristes que algún día fui. Entre niñas greñudas y jóvenes con pantalón de campana eran una docena, cabizbajas y ojerosas. Al parecer, las más pequeñas llevaban allí cosa de veinte años con tal llorera, que lo que empezó siendo un charquito es hoy un lago con nombre propio, Onion Lake, así lo llaman los oriundos porque en su fondo crecen cebollas. En Onion Lake los pescados saben a cebolla y las cebollas saben a pasado –a pasado del que escoció en su día, como bien advierte la etiqueta–. Y es que los domingos, mis mujeres tristes venden el fruto de sus lágrimas en el mercado de Kitimat, a razón de cinco dólares la libra. Lo cierto es que el lugar está muy animado, decenas de visitantes devoran a muerdos cebollas crudas entre gritos de júbilo por recuperar dolores de antaño. Al masticar me acordé del maestro Machado porque mientras pica en la boca, uno siente clavadas espinas que ya salieron. Pensé en quedarme cultivando liliáceas con ellas pero al tragar el último mordisco entendí que para construir hay que destruir, y la construcción que yo pretendo llevar a cabo pasa por el abandono de mis infelices agricultoras.

El proceso de venta de los boletus es aburrido. Uno debe llevar su mercancía a las instalaciones del comprador y esperar a que este determine la calidad de las setas una por una. Para ello las secciona de manera longitudinal y observa con minucia el interior. Existen cuatro categorías con sus cuatro respectivos precios, a saber: A, calidad óptima; B, seta sana después de eliminar un pedazo contaminado; C, ligeramente agusanada; D, podrida. Llegamos con ocho cajas, a quince minutos de operación en cada una tuve tiempo de pensar que si mis mujeres tristes hubieran sido boletus en el momento en que yo las habité, al haberlas tajado por la mitad nada las hubiera librado del cajón clase C. Algo injusto tras verlas ayer habiendo sido capaces de encontrar un lugar donde sacarse los gusanos.

La lluvia puntea el acero mientras escribo y se acomoda a la canción en francés que suena en la radio. Se me antoja pensar que el estribillo dice: las caricias y la metralla, todo, se lo lleva el viento.

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