Llegó arrastrándose sobre sus pies hasta la esquina. Una alimaña, un hombre alimaña reptando en un jardín de cerezos y hormigón. Tal era la imagen que su mente le devolvía sobre si mismo, como un vómito sobre un espejo empañado. Apoyó la cabeza contra el acrílico de una máquina expendedora de bebidas y con pesar introdujo una moneda de cien yens, accionando un botón cualquiera al verse incapaz de descifrar la descripción de los artículos. El tiempo transcurrido entre la caída de la moneda y la aparición de la lata en el depósito de extracción le resultó eterno. Tomó el envase con una mano mientras la maquina vibraba oscilando de un costado al otro, una especie de autómata danzante del cual no prestó demasiada atención, o tal vez no se percató. Lo cierto es que el viento soplaba con fuerza y se introducía por sus poros transmutando sangre en hielo, anidando en su ser. Sin embargo, continuó caminando y bebiendo con la parsimonia de quien no tiene nada por perder. Quizás en las cuatro calles que atravesó desde su hotel hasta la estación de trenes de Ikebukuro tuvo suficientes indicios para evaluar la situación a la cual se enfrentaba, pero los dilemas que surcaban su mente lo anulaban del entorno.
-Me vuelvo sola a Buenos Aires.
Las palabras de su mujer golpeaban en su cabeza como una gran ola que embate sobre la costa. Se sentó en la entrada de la estación con las piernas recogidas sobre su pecho, mientras veía a un joven entablar una desigual batalla contra el viento blandiendo su paraguas a modo de espada.
-No encuentro el mapa – dijo ella, revisando en su equipaje y generando una avalancha de vestimenta sobre la cama matrimonial.
-Busca de nuevo – dijo el, distante, mientras se peinaba frente al espejo.
Las sutiles gotas que rebotaban sobre los cristales de sus anteojos se transformaron en una feroz lluvia de verano. Impasible, permanecía sentado a la entrada de la estación bebiendo su café enlatado, absorto en dilucidar los hechos de su vida como quien intenta hacer encajar las piezas de un rompecabezas. Un anciano se le acercó a paso lento pero decidido, cubriendo su cabeza con un periódico.
-¡Taifuu, Taifuu! – gritaba, agitando sus brazos al aire.
-Sorry, don’t speak japanese – retrucó el hombre sin mirarlo.
El anciano ensayó un nuevo gesto, acaso deseándole buenaventura o probablemente enviándolo al demonio. Desde el interior de la estación, un guarda le habló solemne, al tiempo que luchaba contra una pesada puerta para que no se golpee.
-Excuse me, sir! Typhoon! Typhoon! Get inside, please!
El hombre volvió su cabeza mostrando una fría sonrisa. Sorprendido, el guarda lo contempló como si se tratara de un jeroglífico humano, para luego perderse en el interior de la estación acomodando sus guantes blancos.
-¿Me podés explicar que significa esto? – bramó ella, y sus palabras hicieron temblar los cimientos del hotel.
El, atónito, dejó de observarse al espejo y todo pareció sumirse en las tinieblas. Al salir del baño, vio que su mujer sostenía en la mano su teléfono celular.
-No es nada, es una amiga, después te explico.
-¿Me estás tomando el pelo?
-¿Para qué agarras mi teléfono? No es nada, mi amor.
-¡Una amiga no te manda fotos mostrándote las tetas, mentiroso!
Imperando sobre la entrada de la estación, un arbusto de gran porte podado prolijamente en forma de lechuza, se sacudía ante la estocada del viento. “De los errores no podés esconderte aunque viajes al confín del universo”, se dijo a sí mismo. Arrancando de cuajo sus raíces, el arbusto lechuza salió despedido del cantero que lo albergaba. El hombre se incorporó para observar su trayectoria, cuando la fuerza del tifón lo notificó de su presencia con un certero golpe en el pecho, arrojando su humanidad contra una pared.
Unos instantes de zozobra se sucedieron, mientras la visión se nublaba y con una mano examinaba su cabeza golpeada. Con cierta sorpresa, notó el vuelo rasante del arbusto lechuza posándose frente a él. El ave lo tomó firmemente entre sus garras, emprendiendo vuelo. Intentó zafarse más con desesperación que con astucia, pero detuvo sus intentos de liberación al observar maravillado las cálidas aguas del océano Pacífico desde la altura; entonces la lechuza abrió sus garras dejándolo caer. Una masa de nervios, carne y gritos cayendo al océano. Un golpe seco, la humedad penetrando su dermis, y la creencia de que su cuerpo estaba reducido a añicos. Lentamente comenzó a hundirse en la oscuridad del abismo más insondable. Al tocar fondo, distinguió una etérea imagen de su mujer nadando alrededor suyo y no supo como comunicarse. Advirtió el amanecer y ocaso de su amor, entonces sus lágrimas brotaron para confundirse en la marea.
Entreabrió sus ojos encandilado por un ardiente sol estival. Un grupo de para-médicos lo observaba, moviendo al unísono sus dedos índices de un lado a otro frente a sus pupilas, como si estuvieran examinando a un boxeador noqueado. Lo ayudaron a incorporarse y lo colocaron amablemente en una camilla mientras lo trasladaban a la ambulancia. El creyó entender que le decían que ya no había por qué preocuparse, que en unas horas estaría recuperado, pero seguramente lo estaban tratando de orate e imprudente. Mientras subían la camilla al móvil, vio que la lechuza yacía bajo los restos de una marquesina derrumbada y sonrió. A lo lejos, como una aparición divina, observó a su mujer envuelta en un haz de luz ganando la entrada de la estación. Llevaba puestas unas gafas de sol, y cargaba su maleta y su pesar a cuestas. No supo o no pudo reaccionar, pero un resorte lingüístico pareció haberse activado con el golpe, entonces atinó a pedirle perdón a la distancia, rogando que sus palabras lleguen a destino.
-Gomen’nasai, mi amor – balbuceó, en precario japonés.
El para-médico que lo acompañaba, ruborizado y creyéndose destinatario, le apoyo una mano sobre el hombro.
-No es nada, señor, estamos para servirle – le contestó, en perfecto español.
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