Sofía era hija de Tiberio y de Ana Josefa, tenía una rama de hermanos con nombres romanos: Obdulio, Pompilio y Heráclita, y otra de hermanos con nombres judíos: Raquel, Manuel e Isabel, y como si se encontrara en medio de las culturas que esos nombres evocaban, ella, en honor a su nombre griego, representó un cambio casi revolucionario en las tradiciones familiares y en las costumbres sociales de la época.
Su padre fue un verdadero tirano, no con sus concuñados y compinches, sino con su mujer y sus hijos con lo que hizo honor al nombre de emperador autócrata.
Tiberio había nacido en Villa de Leyva en 1888, en una familia campesina católica ultraconservadora que no tuvo reparo en alistarlo siendo niño, en la guerra civil de los Mil días de finales del siglo XIX que el gobierno y la iglesia adelantaron contra el pueblo y contra los radicales. Desplazado por la misma guerra fue a rondar los predios del latifundista Ignacio Salguero cuyas tierras se extendían de los climas templados de La Mesa, Cundinamarca, hasta las tierras cálidas de Coello, Tolima, al otro lado del río Magdalena.
Allá, conoció a Ana Josefa, una de las hijas de Ignacio, cuatro años mayor que él y con sólo dieciocho años de edad, se casó con ella. Por esta hazaña recibió una inmensa dote que incluía fincas y casas en Jerusalén y Tocaima, mientras su madre y su hermano se instalaron en La Mesa, donde vivieron hasta la hora de su muerte.
De su parte, Ignacio Salguero, no sólo fue prolijo en terrenos, sino en descendientes: tuvo veinte hijos en dos matrimonios, siete en el primero y trece en el segundo. Ana Josefa nació del segundo, recibió educación con institutrices a domicilio como todas sus hermanas, y como tres de ellas, se casó con un vividor que no tuvo inconvenientes en dilapidar su fortuna obligándola a firmar escrituras, golpeándola delante de sus hijos.
Con sus tres concuñados, Tiberio formó un cuarteto de horror y violencia intrafamiliar, del que también fueron víctima sus siete hijos. Un día por castigar a Obdulio por una travesura infantil, lo sacó de debajo de la cama a punta de chuzones, produciéndole lesiones crónicas en el estómago; las hijas no corrieron con mejor suerte, marcándoles las piernas a punta de correazos.
De su infancia, Sofía habría de recordar hasta sus últimos días, no solo las palizas de Tiberio a Ana Josefa, sino la muerte de su tía Cristina quien sufría de epilepsia y se ahogó en el río donde acababa de bañarse cuando cayó de espaldas en el agua en el momento de vestirse y la sorprendió un acceso de la enfermedad.
La pequeña Sofía, con tan solo tres años presenció todo, recuerda con precisión que estuvo sentada junto a ella hasta entrada la noche, cuando vio a lo lejos, una hilera de personas con antorchas que se acercaba a buscarlas.
— ¡Por qué no hiciste nada? — le gritó enfurecido su padre mientras la zangoloteaba de sus brazos.
En su adolescencia, con varias desdichas amorosas, el ejemplo de un padre nefasto y cruel, la culpa y el recuerdo recurrente de la muerte de su tía, había decidido que moriría soltera. Hombre tras hombre confirmaba que no podía pasar su vida al lado de un ser que abusaría de ella como una esclava, además del temor que le producía volver a amar a alguien y verlo morir. Hasta el día que conoció a Rafael.
Valiéndose de su roce social tenía la fortuna de frecuentar a numerosos eventos sociales, y en unas vacaciones en Facatativá en compañía de su hermano Pompilio, asistió a la fiesta de navidad organizada por la Familia Cuervo, donde conoció a Rafael Reina, un joven cadete de la escuela militar, que sin saber de quién se trataba se acercó a ella con aquella sencillez y coquetería que logró cautivarla. Sin saber Sofía, que los mismos artilugios los usaría más tarde con otras mujeres, aun cuando ya estaban casados.
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