Siempre me han enamorado los ojos de los niños en general, los de mis sobrinos en particular; y es que ver un par de circunferencias más o menos perfectas es simplemente un acontecimiento fenomenal. Sus pupilas brillantes llenas de asombro y curiosidad son el pretexto que me trae a colación a esta niña que vuelvo a ser cada vez que viajo sin importar que tan lejos decida ir, con o sin compañía.
De niños, mis hermanos y yo nunca viajamos en un avión, el camión que nos llevaba de camino a la escuela o a la casa era nuestra forma mas segura de aproximarnos al mundo, un mundo que yo solía reconocer bello y misterioso. Siempre fuimos a la escuela en el horario matutino así que la luna era una constante en nuestras madrugadas, recorría al paso veloz del camión nuestro camino, después caminaba a nuestro agotador paso apresurado hasta llegar a la primaria y secundaria respectivamente. De ahí que me acostumbrara a tan mística compañía, mi mamá solía decir que la luna nos cuidaba, por ello me quedaba mortificada de ver que la luna se iba siguiéndonos mientras mamá se quedaba sola en casa.
De cuando en cuando salíamos a dar una vuelta a la playa y ese cúmulo de agua inquieta era un regocijo para mis tres hermanas, mis dos hermanos y por supuesto para mi. Era la libertad llamándonos a susurros con sabor a sal y a mañana, a la casa recien hecha, no era de sorprendernos que aunque fuera de día la luna ahí estuviera mojándose con nosotros, jugando a cubrirnos de arena y de encanto, jugando a bañarnos de su luz.
Cuandon finalmente papá compró un automóvil (yo tendría quizá 10 años) viajamos por carretera hacia Los Angeles California. Ibamos todos trepados en una guayina color cafe, papá conducía, mamá era el copiloto, Isabel y Toño (mis dos hermanos mayores) viajaban en el asiento de en medio cuidando al más pequeño, Gabriel que iba en su portabebé; a Lety, Chuyita y a mi nos tocó viajar en el asiento improvisado de atrás (que más bien era la cajuela) de modo que ibamos mirando todo de reversa, los árboles, los otros carros, los postes, los puentes que por cierto no terminamos de contar. Era de noche y sí efectivamente a pesar de nuestro temor de que la luna se extraviara o nos perdiera de vista entre tantos automóviles circulando a toda velocidad por el freeway, ella nos siguio hasta caer rendidas después de casi 3 horas de camino.
Al despertar fue un deleite respirar otros aires, sentir bajo los pies otras tierras, otros asfaltos, empezar a reconocer otra lengua, otras gentes, pero lo mejor de todo fue y ha sido siempre volver a casa de mamá y papá y sentir lo cálido de los abrazos que por esos rumbos nos da aún la luna.
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