La mamografía de la sirena

La mamografía de la sirena

Ahí estaba yo junto a un grupo de mujeres de no menos de cuarenta años, en un autobús con destino a una la clínica ginecológica de Valencia. Unos meses antes había recibido una carta del ayuntamiento invitándome a hacerme un análisis de sangre y una mamografía.

¡Vaya regalo, el del ayuntamiento!, que sí, que está muy bien, que hay que prevenir, que es crucial pillarlo a tiempo, sobre todo si pensamos en cuánto han proliferado los casos de cáncer de mama en los últimos años, pero, ¡uf!, parecía que quisieran decirme: “¡Cuarenta años ya! Bienvenida a la madurez. Ahora tienes que cuidarte más. Hay que hacerse revisiones periódicas y preocuparse por el colesterol y por otras cosas que dan mucho más yuyu”. Así que me dirigí al centro de salud para la extracción. Al cabo de un tiempo pude ver los resultados; ni colesterol ni nada, sólo un poquito del bueno. ¡Aleluya!.

Ahora llegaba lo peor, el temido estrujamiento de tetas. La verdad es que mi temor no era tanto a un mal resultado de la prueba, como a la mamografía en sí. ¡Qué espanto, someterse a tal instrumento de tortura!, y qué situación más violenta, ahí con los pechos al aire frente a la máquina y alguien con una bata blanca.

Para distraerme y no darle tantas vueltas a la cabeza me puse a escuchar la conversación de las chicas de los asientos de delante. Una de ellas había coincidido conmigo en el colegio, y entonces recordé las excursiones en autobús y me pareció gracioso, al tiempo que extraño, encontrarnos después de tantos años en una “excursión” tan distinta.

Mª José, que así se llamaba, hablaba del instituto y de las dificultades que había tenido su hija para adaptarse, y pensé en mi niña. Aún le quedaban cinco años para acabar primaria, pero el tiempo pasaba tan deprisa… ¿Cómo le iría el instituto?, ¿cómo llevaría la pubertad?; entonces me agobié, y ya no sabía qué era peor, si pensar en la mamografía o en lo que me esperaba como madre en un futuro no muy lejano.

Finalmente mi mente hiperactiva volvió al lugar a donde nos llevaba el autobús. Ahora intentaba darme ánimos a mí misma; ¿pero cómo no iba yo a enfrentarme sin temor a una nimiedad así?, si yo había pasado por dos partos, uno de ellos sin epidural; y todavía más, había sobrevivido a cinco tribunales de oposiciones, que se dice pronto.

Cuando me di cuenta ya estábamos en la rotonda de la entrada a Valencia, la de “Els amets”. La ciudad ya estaba un poco caótica, con los preparativos de las Fallas. Podían verse enormes estructuras esperando la plantà, y ninots de diferentes personajes de actualidad: políticos, futbolistas, cantantes. De repente me encontré con la Torre Eiffel a lo lejos, y me acordé de Estela, una amiga que acababa de aterrizar en París, así que cogí el móvil, saqué una foto del monumento y se la envié. A los diez minutos me contestó con caritas de asombro y carcajadas. Después escribió: “¡¿Será posible que hayas visto la torre Eiffel antes que yo?!”, y me reí un buen rato yo sola.

El trayecto había terminado. Ya estábamos frente a la clínica. Nada más entrar nos tomaron los datos. Luego nos sentamos a esperar nuestro turno, y al poco tiempo ya estaba desnuda de cintura para arriba en un vestidor con cortinilla. Dijeron mi nombre y me dirigí a donde se realizaba la prueba.

Una vez allí, una mujer joven colocó mi pecho izquierdo sobre la máquina. La parte superior de aquel aparato fue bajando y comencé a sentir la presión, entonces me pregunté qué pasaría si el mecanismo de aquel chisme fallase y no se detuviera, ¡qué horror!, ¡que no se rompa, por favor!, me repetía una y otra vez.

De repente ya había terminado con el izquierdo, y me sorprendí por lo rápida e indolora que había sido la prueba. Con el derecho ya no estuve tan tensa, y mi mente sólo pidió dos veces que aquello no me aplastara la teta.

¡Prueba superada!, me dije mientras me vestía. Volviendo a la sala de espera una de las chicas se sonrió y me señaló la etiqueta del suéter. “-Las prisas”, le dije mientras me sonrojaba, y me fui rápidamente al lavabo para ponerme bien la parte de arriba.

Cuando salí del baño y me dirigí a la sala de espera alguien me dijo que no me preocupase, pero que había que repetir la prueba. ¿Qué no me preocupase? ¡¿Cómo que no me preocupase?! Estaba a punto de entrar en pánico.

Volví otra vez a hacerme la mamografía, y luego fui a coger asiento y esperar los resultados. Me impacienté allí sentada, y me vinieron a la mente todas las Noches temáticas y los Documentos TV de mis tiempos de insomnio. Pensé en el bisfenol de las botellas de plástico, en los aditivos de tantos productos, en la contaminación, y en tantas otras posibles causas de cáncer, y creí que me había tocado a mí, que esta vez era yo, o que quizás sería simplemente un tumor benigno, ¿pero y si fuera maligno?, o peor todavía, ¡¿y si no lo superase?!

De pronto, cuando intentaba decidirme entre peluca y pañuelo, alguien se dirigió a mí diciéndome: “-Eva, ha salido todo bien. Se trataba de un fallo técnico, ya puedes respirar”, y así lo hice, con gran alivio.

A la salida de la clínica el autobús ya estaba esperándonos, y subimos contentas, pues todo había ido bien para cada una de nosotras. Me senté y me puse a mirar por la ventanilla. Pasamos por la Plaza del Ayuntamiento y vimos la traca preparada para la mascletà, y una gigantesca sirena con unas estrellas de mar que apenas le cubrían los pechos. Entonces alguien bromeó acerca de las dimensiones del aparato capaz de hacerle una mamografía a aquella ninfa de cartón piedra, y las risas contagiosas no cesaron hasta que tomamos la A7.

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