Ella se hizo tiempo

Ella se hizo tiempo

Miriam C. M.

11/06/2020

Ella se hizo tiempo. Como el que se convierte en un holograma de sí mismo, como el que se mira cada mañana al espejo y no se reconoce. Se hizo tiempo y se olvidó de respirar. Dejó de suspirar. 

Desde su ventana observaba cómo pasaba la vida. Lenta, en bucle, dolorosa… Se hizo tiempo porque se había paralizado en un instante y ya no podía salir de él. Los minutos ya no contaban, tampoco los segundos… todo eran largas e interminables horas. 

Una mañana, carro de la compra en ristre, decidió caminar por una carretera vacía de aquella inmensa ciudad. Se paró a mitad del recorrido. El aire le golpeaba la cara, los pómulos. Las hojas le rozaban los cabellos y miradas secretas, escondidas, se aposentaban en las ventanas de los edificios con curiosidad. Porque en aquel parón eran esos cristales los que se habían convertido en una mirilla al mundo, pese a que ya no se movían las agujas del reloj. 

Y tras uno de ellos, una anciana esperaba con ansia el momento en el que poder volver a ver a sus nietos. Con miedo. Con la incertidumbre de si ese día iba a llegar. Una familia se afanaba en entender cómo era posible que su padre ya no estuviera, que ni siquiera hubieran podido dar un último adiós a su cuerpo. Un niño lloraba porque no comprendía aquel encierro sin sentido. Una mujer se escondía en su cuarto para que su marido no viera que se había pintado los labios de rojo y una chica esperaba, sin tiempo, a volver a ver a esa persona que tanto creía que necesitaba. 

Porque el tiempo se había parado en el peor momento. Rodeado de muerte, de mentiras, de carreteras vacías… pero las vidas seguían. Lánguidas, grises, tristes y absurdas.

Otro día vio nevar desde su pequeño espacio personal. Odiaba la nieve, no lograba encontrar la belleza que tanto obnubilaba al mundo en general. Era fría, tétrica, oscura y resbaladiza. Algo parecido a la vida en ese momento. 

Y lloraba. Por las noches se bañaba en lágrimas de frustración. Se arremolinaba en sentimientos encontrados, en recuerdos, en cosas que nunca quiso y que ahora no podía soportar no tener. Deambulaba entre pesadillas y sueños. Volvía a aquellas arenas blancas que le vieron nacer. Se agarraba de manos conocidas y le abrazaba a él mientras hundía sus pequeños dedos en aquellos rizos desordenados con olor a leña. 

Ella también se convirtió en silencio. Atronador. Lleno de lamento. Un silencio tenso, bronco. Cargado de angustia. Y cada mañana se hablaba a sí misma para escucharse, para no olvidarse de quién era, de por qué había llegado hasta allí. 

Había días que su voz le parecía desconocida, como algo nuevo que aparece por sorpresa. Otros, no soportaba escucharse. No se soportaba, no aguantaba tener semejante carga sobre sus hombros. La de ser tiempo. 

Pero esperaba paciente. Aunque quisiera salir a la calle y correr, y gritar, se sentaba y esperaba. Cuando más ansiosa se sentía también bailaba. Sin ritmo. Agitaba los brazos hacia el cielo de cemento que le acompañaba cada día, movía las caderas al son de modernos sonetos o cantaba hasta desgañitarse bajo la intensa lluvia de aquella ducha.

También acabó por conocer el extraño oficio del autómata. Cada día se sentaba frente al ordenador para hacer algo que no le importaba en absoluto. Como un robot. Lo hacía bien pero le daba igual. No sentía ni un mínimo atisbo de satisfacción en aquello. Las horas pasaban quietas mientras ella tecleaba palabras que jamás la habían importado, porque la inteligencia artificial no siente, simplemente actúa.

Se indignaba. Ella no había decidido convertirse en tiempo. Ella no quería seguir parada, ni añorar, ni tampoco sentir miedo. Un miedo que le habían instaurado en su memoria RAM como una marca a fuego en una cabeza de ganado. Un temor a la normalidad que le había convertido en una persona vulnerable a ojos de aquellos que habían decidido pisotear los sueños. De aquellos que se encargaban de decidir quién sería el siguiente en convertirse en tiempo. 

Y con esperanza esperaba que el minutero volviera a funcionar. Se había quedado atascado en las cinco menos cinco de aquel domingo de marzo; en su mirada de angustia; en un adiós sin hora de regreso; en ese enfado razonable cargado de cosas que nunca se dirían, de porqués sin respuesta. 

Pero incluso con el tiempo paralizado, con todos esos minutos y segundos guardados en una caja bajo llave, él aparecía al otro lado de la línea telefónica para dejar claro que seguía allí, que el tiempo no podía vivir sin un reloj que le hiciera funcionar. 

Aunque había días que no era suficiente. Para el tiempo no poder correr era el mayor castigo y tener que estar parado su peor pesadilla. El tiempo se alimentaba de sonrisas, de días nublados al calor de la manta o de jornadas de verano a orillas del mar. Y sus olas. Esas que conseguían los segundos interminables más preciosos que existieran. 

Aunque ella también se dio cuenta de que había personas que necesitaban del tiempo y otras no. A algunos no les importaba desaprovecharlo. Otros se encargaban de maquillar su desgracia con vidas inventadas e incluso había los que preferían vivir sin él. Pero todos, en algún momento u otro, pese a que estaba parado, lo perdían. 

Y aunque los árboles de su patio trasero siguieran moviéndose por el viento, aunque hubiera llegado la primavera para dar paso a un simulacro de verano, aunque los pájaros siguieran cantando cada mañana… el tiempo seguía parado. 

– ¿Hoy es el día?-, se preguntaba cada día al despertar. 

Y no era. Nunca llegaba el momento en el que el tiempo podría volver a echar andar, aunque tuviera que aprender de nuevo. 

Una mañana se levantó y notó un extraño frescor en el ambiente. Se miró al espejo y observó que decenas de canas rodeaban su afilado rostro. Algunas arrugas asomaban discretas alrededor de sus ojos y de pronto volvió a oírlo. 

Tic, tac. Tic, tac. 

-¿Has vuelto para quedarte?-, preguntó ella. 

– Nunca me marché, simplemente dejaste de sentirme. Siempre he estado aquí-, le dijo el tiempo. 

Tic, tac. Tic, tac…

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