Viajar siempre ha sido mi debilidad, aunque nunca me he movido de mi barrio, o al menos no fisicamente, mi mente volaba más allá de las paredes de cemento que adornaban de hormigón el lugar que yo y mis vecinos llamabamos hogar.

Mi pasaporte, con más sellos que vuelos juntaba en su memoria la larga lista de escalas que nunca había echo, librándome así de cualquier retraso o jet lag posible.

A veces pasaba las hoja de este soñando con Japón y despertándome en Nueva Orleans con aquel sabor picante en la boca que al poco a la vez que esa fantasía desaparecía.

En algunas ocasiones dejaba a mi mente imaginar que algún alma me acompañaba en mi viaje aunque siempre la soledad era mi preferida.

Ningún camino cuesta abajo se me había semejado tan empinado hasta el momento y es que en esas andadas llenas de derrota y victoria siempre se dilucidaba una luz que guiaba mi camino hacia el siguiente destino.

Mi camino se había torcido desde el momento en el que unas botas calzaron mis pies descalzos en Austwitz y una voz interior sugería susurrando que solo era el comienzo.

Como todos buscaba llegar a aquella Comala con la ilusión de un peregrino en busca de su templo sin saber aún a que Dios regalar su fe.

Mi brújula, con más sur que norte, ya solo marcaba el camino correcto y en mi caso nunca era el adecuado.

En Nueva York cerré los ojos de nuevo para que el porvenir iluminase mi camino desvelándome sus planes para mi.

Fiándome de este fui deteniéndome en parajes inauditos de historias que no me correspondía vivir. En todo viaje ocurren imprevistos y en el mío cada parada, en cada ciudad, llevaba ese nombre.

Daba igual en que paraje me despertase, cada uno de ellos me regaló una enseñanza a cambio de un pedazo de mi corazón

Rememoro cada situación, cada pisada, cada parada. Algunas quisiera borrarlas de mi mente en París con la misma dureza con la que ellas intentan arraigarse a mi recuerdo en Ohio. A veces, esta mi memoria me devuelve al principio de mi camino entre aquellas cuatro paredes, desandando todo lo aprendido y dejándome a merced de nuevas rutas que mi carácter distraído obvio en la primera etapa.

En ocasiones el camino andado era el mismo que el que quedaba por andar. Es por ello que me veía obligada a realizar escalas forzosas en mi memoria. El caminante solo puede hallar el consuelo, siguiendo su camino,

En este viaje algunas travesías se acabaron entrelazando llevándome siempre a ninguna parte. Por un momento, pensé que aquel era el lugar que me correspondía, ya que ni al principio ni al final de mi aventura tenía quien me esperase.

En aquella incertidumbre de viajes por hacer y equipajes perdidos, muchos sirvieron de guía para esta vagabunda inculcándome lo necesario para que no acabase muerta en mi intento por vivir.

Cada enseñanza era crucial, tanto como no detenerse, de hacerlo todo habría acabado.

En España me reencontré con algunos de mis mentores, los cuales habían dejado de acompañarme, cansados de encontrarse conmigo de nuevo en el mismo punto. Otros sabios aún tenían fe de conocerme más adelante y poder inculcarme nuevas indicaciones, pero mi equipaje cada vez me lastraba más para avanzar.

Cada vez se me hacía más difícil llegar a tiempo a la puerta de embarque. Llegados a aquella tesitura me planteaba si de verdad quería seguir siendo una nómada de la vida.

Giré a la izquierda, el camino, sombrío dibujaba notas de dolor de aquellos caídos en el intento. Aquel olor que envolvía la escena incitaba a salir de allí como fuese. Lo más fácil era retroceder, sin embargo no era negociable no avanzar. Mis huellas se desdibujaban tras de mi dejándome como única alternativa continuar.No querría pasarme toda la vida viviendo en ese aeropuerto en el que siempre es invierno, en el que el frío parece que congela el tiempo.

Tiemblo mas no desisto todavía, aún oigo de fondo el aviso por megafonia. La última llamada suena para mi, sin embargo, me quedo quieta cerrando los ojos y deseando encontrar la última parada de mi viaje al abrirlos.

Amanecí en Nebraska y el invierno finalmente acabará por alcanzarme. El frío me calara los huesos impidiéndome avanzar, sería la única manera de descalificarme en la carrera de la vida, dejándome a un paso de la meta.

Miro alrededor sonriendo mientras la nieve cubre ya mi cuerpo y ya nadie acompaña a este corazón con más vivido que sentido, con más llorado que reído, con más andado que latido.

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