Le calculé unos sesenta. Alto, fibroso, con tostadas pantorrillas estilizadas por su ir y venir al volcán, calzaba zapatillas desgastadas, vestía bermudas amplias, camiseta y una gorra igual a las que había visto la tarde anterior en los tenderetes. Él la lucía a la manera de los bohemios parisinos, los poetas, los revolucionarios: resbalada hacia la nuca. Tenía los ojos del color azul intenso del Tirreno. Con voz poderosa hablaba un italiano impaciente difícil de entender.
En la agencia me habían convencido de que la marcha, de dificultad moderada, la realizaban personas de mi edad. Al poco de emprender el camino, maldije mi credulidad. Tenía sesenta y cuatro años, kilos de más y no había contado con uno de mis enemigos, el calor.
Ochocientos metros de terreno desigual, en pendiente, me esperaban. Una temeridad. Pero el volcán con sus fumarolas de azufre me atraía. Nos detuvimos en un colmado, «¡Andiamo, comprimo acqua!», ordenó el guia. Unos metros más adelante, se detuvo, hurgó entre los matorrales y sacó una docena de cañas gruesas, firmes y bien pulidas. Los caminantes se arremolinaron como avispas, él separó una, me la dio. Surgieron las bromas, incomprensibles, que respondí con una sonrisa abochornada e incómoda. La caña era fundamental, ayudaba a equilibrarse, a tomar impulso y contrarrestar el desnivel del terraplén. Al poco, el suelo de tierra apelmazada se transformó en polvo color hueso que flotaba con cada pisada hasta instalarse en la garganta. Él, Césare escuché que le llamaban, caminaba en la avanzadilla aunque vigilaba la marcha de los que componíamos la cola. El camino desapareció. Cambió a un resbaladizo y serpenteante reguero de piedrecillas oscuras. Mantenerme firme, apoyarme con cierta seguridad me fatigaba las piernas y exaltaba el corazón. El sol ardía sobre mi cabeza.
Primeros doscientos metros de subida, leí en un cartelillo. Evitaba mirar a lo alto, levantaba la vista lo justo para vislumbrar la gorra de poeta de Césare. Lo que venía anunciándose, se hizo realidad: ocupé la última posición. Me proponía regresar —ya hacía rato que había dejado de preocuparme abandonar sin advertirlo—, pero un descanso para fotografiar el entorno me permitió atrapar al grupo. Absorta en no resbalar y seguir el ritmo, apenas había mirado alrededor. A esa altitud, la vista se derramaba por un horizonte amplio de mar azul, farallones, barcos, islotes verdinegros, casitas encaladas manchadas con el fucsia de las buganvillas. Una justa recompensa. Eché un trago de agua, estaba caliente; un golpe de aire trajo el olor a huevo podrido del sulfhídrico, la mezcla me revolvió el estómago, respiré profundamente para evitar la náusea. Césare se acercó. Habló jaleándome; invocando “signora”, cada poco. «Regreso. Me voy», dije. «¡Ma che cosa dice!». Gesticulé impaciente. Si él chillaba yo también podía hacerlo, «¡No es tan difícil entenderme, caramba!». Negó con la cabeza, «Signora, el volcano no é una meta imposibile. Ustede porta una mochilia molto pesada. ¡Tirala!, ¡tirala!». «Yo no tengo su fuerza» balbuceé confundida palpando mi bolso del tamaño de una riñonera. Recolocó la gorra de revolucionario, me señaló con el índice, «Ustede tiene que subir, bajare, visitar el volcano y sere piú feliche». Reí. Qué otra cosa podía hacer. Repitió «¡Andiamo!» y se incorporó al grupo. Apoyé la caña en el suelo endurecido, surcado por hendiduras profundas como cicatrices del alma con determinación guerrera. Mientras, pensaba en la cima, en el orgullo de alcanzarla. Y ¿qué es el orgullo sino el íntimo convencimiento de que uno vale?, de ahí a la felicidad anunciada por Césare faltaba un paso, me dije.
Cuatrocientos metros hasta la cúspide. Eran las diez y media y el calor húmedo aliado con el sudor me empapaba. Pensé en mis torpes movimientos, en los cercos oscuros que sin duda contorneaban las axilas, en el balanceo del pecho prominente. Césare se giró, el grupo iba por delante, él me observaba a unos cien metros de distancia. Grité adiós. Levantó las manos desaprobándolo. «¡Mañana volveré!». Lo dije por decir. Deseaba el confort del hotel. Sin embargo, cuando llegué a la altura de los arbustos donde debía depositar la caña, no lo hice. Nada impedía intentarlo otro día más temprano. Un rato después, desde la tumbona de la piscina, vi llegar al grupo hablando, riendo amigable y ruidosamente. Por detrás se alzaba la cresta que emitía vapores sulfurosos a un cielo inocente. El infierno en el cielo, pensé.
Al día siguiente emprendí el camino al amanecer. Hacia la mitad del trayecto me alcanzó el primer grupo de caminantes. Césare no se detuvo, señaló la caña, «Cuando consiga llegare debe retornare el báculo, ¿eh?», advirtió moviendo el índice, sacudiendo la cabeza tocada con la gorra bohemia. Tampoco ese día alcancé la meta. A medida que avanzaba, el terreno se empinaba; en el suelo, convertido en roca con jorobas, redondeadas a veces, angulosas, otras, no servía de nada la caña. Dependía de mis propias fuerzas. Tuve miedo de resbalar y quedar tullida por los restos. En el hotel sentí el peso de la verdad: jubilada, sin nadie que me aguardase, sobreviviendo diluida en tertulias de viudas, series de televisión y nostalgia. ¿Era esa la «mochilia» de la que habló Césare?
Intenté alcanzar la cumbre dos veces más. Lo logré a la segunda ocasión.
Cero metros para coronar la cima. Hinché el pecho hasta saturarme de aire libre. Abrí los brazos a la isla bordeada de azul, un límpido plato para el tazón del cráter que liberaba fumarolas hirvientes. Me hallaba ante una depresión, a ratos maloliente, guardiana de un corazón de fuego que avivaba la tierra hasta el punto de convertirla en fascinante. Recordé las palabras de Césare. Ser feliz, animar el fuego que palpitaba dentro de mí, ¿por qué no? Nos cruzamos en el descenso, «Puedo devolverle el báculo, ya no lo necesito». Por primera vez lo vi sonreír, «Allora, potrá venire con me».
Y compré una gorra igual a la de Césare para llevarla a su manera poética, revolucionaria y bohemia.
FIN
OPINIONES Y COMENTARIOS