No tenía motivos para hacerlo. Simplemente lo decidió por instinto. En su mente rememoraba una sensación completa de avinagramiento. De pronto, pensó si el sustantivo vinagre se acompañaba por el artículo «el» o «la». Ni idea de por qué pensaba esto, ni idea de nada. Levantó el brazo, parecía un grotesco muñeco de nieve sucio y sin alma. Se montó empujado por la inercia inequívoca de quien un día fue feliz. «A dónde vamos». «A Chapinería», contestó, «lléveme usted a Chapinería, si hace el favor».

«Me va a disculpar, ¿Que le lleve a dónde?».

«A Chapinería, quiero ir a Chapinería».

«¿Cómo que a Chapinería?».

«Sí, le digo que me lleve allí, que me lleve a Chapinería».

«Disculpe, no puede ser… ¿a Chapinería?».

«Demonios, ¿en qué idioma hablo? Que arranque de una vez y nos dirija a Chapinería. CHA-PI-NE-RÍ-A, caballero».

«Chapinería…imposible».

«¿Pero qué dice usted?».

«Supongo y entiendo que sabe lo que ocurre cuando alguien llega a Chapinería…»

«Pues por supuesto que lo sé, pero lo que encuentre allí me compensará con creces las consecuencias de ir».

«Yo sólo le advertía. Mucha gente después de estar en Chapinería se arrepiente de haber realizado ese viaje».

«Hace años ni se me hubiera pasado por la cabeza la idea, pero esta noche he decidido que me da igual. Ya no hay nada que me impida tomar ese rumbo».

«A lo largo de mi experiencia en el servicio, le aseguro que he llevado a cientos de personas a Chapinería, pero fruto de la casualidad o no, no conozco ni a un solo pasajero que haya repetido destino».

«Quizá se hayan quedado allí».

«Fíjese que no creo…».

«El caso es que no tengo motivos para dudar sobre si quiero ir o no a Chapinería. La deriva me lleva en esa dirección».

«Es arriesgado, dese cuenta de que no elige aquel recuerdo bonito que olvidará para siempre».

«Bah, como si me importara eso. He llegado a un punto en el que no tengo nada bueno que recordar. Figúrese».

«Es algo terrible la consecuencia. Mire: usted llega a Chapinería, hace lo que quiera hacer, está el tiempo que desee, pero después, al regresar, un recuerdo agradable de su pasado se habrá borrado como si no hubiera existido nunca”.

«De verdad que me da igual. Sé que suena exagerado, pero es así».

«¿Nada? ¿Es posible que no haya una sola cosa que tenga miedo de olvidar?».

«Nada, de veras».

«Seguro que sí, hombre. Vaya atrás en el tiempo, al pasado, a la infancia…de niños siempre se nos queda algo en la cabeza que resurge en las tardes de verano que huelen a lugares perdidos en la memoria».

«El perro Curro».

«¿Cómo?»

«Sí, me acuerdo del perro Curro».

«¿Por qué recuerda a ese perro?».

«No sé, de pequeño era muy tímido y no tenía casi amigos. Me escondía cuando veía gente conocida por la calle. Me tiraba cuerpo a tierra detrás de los coches. Los chicos se reían de mí y los mayores pensaban que era un tarado».

«¿Y qué tiene que ver eso con Curro?».

«Curro era un perro vagabundo. Ni idea de por qué todo el mundo le llamaba Curro si nadie le había puesto nombre. Cuando me encontraba oculto en cualquier parte, se acercaba meneando el rabo y sacando la lengua para que le acariciara. A veces me lamía las lágrimas hasta hacerme sonreír».

«Yo pensaba que Curro era sólo un nombre de persona. Mi padre era persianista. Tenía un compañero cubano, le llamaba Currito Americano».

«¡Vaya, suena absurdo!»

«¡Completamente!».

«Bueno, ahora que lo pienso…me acuerdo también de Aurelio, el hijo de la droguera. Mi único amigo de la infancia. Su madre le vestía invariablemente con un chándal de tactel. Estaba obsesionado por explicarme a todas horas la teoría de cómo tener hijos».

«¿Y cuál era?».

«Aurelio me decía que para tenerlos hacía falta comer mucho. Pero mucho, mucho, sin parar, vamos; eso provocaba el embarazo y luego, de pronto, al ir al servicio un día, en vez de expulsar una cantidad generosa de excrementos, saldría un bebé. Eso sí, incidía en que había que tener especial cuidado en recoger al niño antes de que se colara por la taza del váter y se ahogara».

«¡Qué me dice! ¡Esa imaginación es prodigiosa!».

«Calle, calle…yo recuerdo…que engordé más de diez kilos comiendo. Estaba tan solo que lo único que deseaba era tener un hijo comiendo sin parar para querer a alguien».

Las risas entre ambos estallaban dentro del vehículo, fuera llovía. Una manta fina de agua difuminaba la luz de una farola y le daba a la escena la apariencia de una pintura fantasmagórica, de esas que las abuelas cuelgan tan dignas ellas en el salón, alejadas de cualquier pudor presuntamente artístico. La conversación fluía animada, inverosímil y sorprendente, como las cosas inesperadas que asaltan nuestra rutina de puntillas.

«¿Y dice que se llamaba…?»

«Jovita, se llamaba Jovita. Aquella niña estaba loca. Se asomaba al balcón de su casa, ¿qué serían?, tres o cuatro metros de altura por lo menos, y allí la tenías, con sus alas fabricadas de cartón, papel charol o vete a saber qué colgadas de sus brazos; saltaba la barandilla ¡y se tiraba al jardín un día sí y otro también para aprender a volar! Fue la primera vez que me enamoré. Quizá la única. Por cierto, llevamos horas hablando y todavía no nos hemos presentado. Me llamo Raúl. ¿Cómo se llama usted?».

«Mi nombre es Enrique David de Carlos. Mi padre me enseñó que siempre había que presentarse con nombre y apellido por una mera cuestión de formalidad».

«Bueno, mi apellido da igual, ni siquiera lo recuerdo. ¿Sabe? he decidido que ya no quiero que me lleve a Chapinería».

«Vaya, ¿y se puede saber por qué? parecía usted tan convencido…».

«Sencillamente me he dado cuenta de que hay un momento el cual no querría correr el riesgo de olvidar».

«¿Y se puede saber cuál?».

«El primero en el que he vuelto a ser feliz por un instante desde hace mucho tiempo: éste».

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