Hace tiempo ya, medio siglo para ser exacto, Helena y sus hermanos felices llegaron a visitar a sus abuelos, cada año en vacaciones gozaban el correr, gritar, jugar, sobre todo compartir con ellos y su familia.

El clima en ese diciembre fue soleado, creció el entusiasmo por ir al río, se organizó el viaje para el siguiente día, en la tarde después de acosar la gallina rojiza, se armo la zaragata por el animal parte de la avanzada, pero intrépida finalmente desapareció entre el cafetal y los limoneros. Al filo del día tensos por el ajetreo se fundió el confuso instante con los rostros frustrados y confundidos, el insomnio por la ansiedad invadía el lugar, poco a poco el sueño premiaba su destino hasta el amanecer -sin decrecer- el paseo se realizó con olla incluida y entusiasmo renovado.

Transcurrió el tiempo sigiloso enrollando los días hasta alcanzar su final, hora de regresar a casa todos con maleta lista y confortable sosiego del ir y venir vivido, los abuelos armaron merienda y remesa que llevarían incluida ¡Allá hay más! ¡Ah! para sorpresa de Helena tres gallinas encostaladas y ahí estaba la escurridiza rojiza, vislumbraba su color entre los agujeros del ralo envoltorio.

Abrazos iban y venían con nostálgica despedida, apresuraron el paso y la yegua con su carga.

¡No se queden! Replicó su madre mientras el abuelo sonreía, llegaron al pueblo después de varios minutos, la flota no esperaba, el mediano equipaje y las gallinas fueron distribuidas como era habitual. Ya había en el portaequipajes maletas abajo, animales y costales arriba, incluidas las cajas de panela que en el camino enviaban algunos habitantes para la venta. Cual se vieron para abordar el vehículo, muchos pasajeros entraron exóticas plantas y paquetes consigo, Helena miraba buscando donde acogerse para su cuerpo acomodar, cuantas cosas observó con atención en ese apresurado día, examinó el film mental del momento, maletas, cajas, costales, bultos de fruta, racimos de plátano -todo eso- de cuanto pasajero ocupaba los puestos ¡Ahora! más el fardo familiar.

La madrugada fue muy dura, solo un bus para el regreso -rematando el suceso- el habilidoso conductor y su proeza con el volumen y el peso conjugaba la matutina jornada transcurso del viaje.

El maletero de la cabina trasera modificaba su volumen con el llamado pleno y zagas ¡Aquí! ¡Aquí me quedo! del viajero que llegaba a su destino.

La finca aunque pequeña se mantenía con la producción de fruta, plátano, maíz, café, tal cual cerdo y el galpón natural distribuido al antojo del gallinero, libres como el viento recorrían cada sendero, llegaban hasta el potrero donde tres o cuatro vacas servían para el ordeño, un fantástico lugar donde la familia componía y exhibía al pleno el sentimiento fraternal.

Hombre valioso el abuelo, persona callada, firme, elocuente en algunos momentos, cruzaba terrenos diariamente con sus quehaceres detallados y concisos.

Helena era muy chica no llegaba a cumplir los diez, domaba sus sentidos compitiendo con el desbordado potrillo de pocos meses nacido, siempre lúcida, pendiente analizaba a su abuelo; continuamente todo lo tenía listo, el arado por sectores con esos utensilios extraños, los llamaba azadón, pala y azada, cada uno con oficio variado, creaba viajes al pueblo por la remesa diaria, hacia cortes de caña llevándola al lugar donde la transformaban, constantemente con el poder de lo hecho. Las tías, los tíos, su propio padre y hermanos heredaron algo más que sus consejos, esa actividad frenética naturalizada que anuda lazo a lazo el mundo insoluble de la prole.

¡Coc co Coc Co coc! Se escucharon alarmadas algunas de las gallinas del viaje, no se sabía cuales eran sus dueños, muchos costales con aves y animales en el escaso lugar adaptado para ellas. Helena reacciono a tan insistente cacareo, sería la blanca, la pintada o la rojiza -se preguntaba- muchas más siguieron la sinfonía, el chófer frenó en una bahía próxima, abrumado por el sonido ¿Qué pasaba? ¡Oh! bombardeo puro de panelas sobre los agrupados rehenes, una caja malograda en su equipaje afanoso cayó de un rincón inseguro -pobres indefensos- esperaba que sus vidas no quebraran.

Tres gallinas afectadas, pero una de ellas sucumbió -el dueño de las panelas debió lucrar el accidente- la blanca, la pintada y la rojiza se salvaron del trágico percance, todo un lío en ese bus de acarreos, solo llevaban la mitad del camino, ya un crítico lamento.

El resto del trayecto se torno frío y algo oscuro, el aguacero que caía era monumental, tomaron puestos desocupados a medida que avanzaban, en pantanosos lugares se detenía el vehículo de forma obligada, a tal punto de soportar granizadas implacables, mientras en los cielos bailaban las luces al son de cada trueno. Filtraciones de agua crearon el baño inesperado de cuanto animal fue impactado, solo cuando llegaron a su destino cada pasajero lamentaba el estado de sus indefensos y fatigados cautivos. -Así paso- también con la blanca, la pintada y la rojiza, pronto las llevaron al galpón improvisado con malla en la terraza y algunas tejas montadas como techo.

Tres días cumplían en la ciudad las huéspedes coloradas.

Helena subió a proporcionar su alimento ¡Todo en calma! desde uno de los cuartos de la casa se escucho la voz de su mamá ¡Cambia el agua! Helena al contestar fuertemente ¡Bueno! Se escuchó en coro el cacareo de la blanca, la pintada y la rojiza y el revoloteo de las asustadizas visitantes -todo en un instante- ¡Como era posible que olvidara cerrar la puerta! Una de ellas salió despavorida correteando la terraza, de un salto llegó a la calle -solo un piso tenía la casa- y en las alturas -ellas- aunque no volaran tenían destreza acumulada, la chica no sabía lo que pasaba, todo un embrollo y la rojiza desapareció de forma inesperada, solo el cacareo se escuchaba más débil en las calles hasta desaparecer con la desdichada y desbocada gallina escurridiza, que hasta el sol de hoy cincuenta años más tarde, su recuerdo -solo dejó- la colosal sagacidad encarnada en el recuerdo, FIN.

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