Sus padres murieron sin conocer Europa. Ella miraba desde la ventana de su habitación los lugares que siempre fueron su pueblo: la panadería, la casa del párroco, una pequeña florería llegando a la esquina. La alcaldía, la pequeña plaza de la cual el ángulo desde la ventana dejaba ver el bebedero. La iglesia del otro lado.

Recordaba cuando niña pensándose desde aquella ventana, los viajes que recorrería por todo el mundo. Viajo desde un rincón del sur de américa donde sus padres la criaron hasta que murieron, luego llego al pueblo. Su madre le contaba cuentos de hadas gitanas. Le cantaba canciones en francés y en húngaro. Su padre le regalaba para sus cumpleaños, unos pequeños muñecos de madera que cincelaba en su taller, que era una de las dos habitaciones de la casa. Todos los años le obsequiaba uno distinto: uno con una pandereta, al otro año una marioneta tenía una guitarra, también hubo con un piano. El último fue una bailarina con un vestido color rosa viejo, todos pintados a mano.

Desde aquella ventana, en la planta alta de la casa del pueblo, se podían conocer las calles principales, y se adivinaban sus recorridos semicirculares que el paisaje del diminuto centro tenía. Los Alpes escoltaban la mirada, y los sueños se abrían camino entre las cortinas.

Llego de pequeña al lugar donde había crecido luego de regresar de la América donde había nacido

Sus tíos y tías se habían encargado de continuar su crianza. Era hora de partir. Europa la esperaba.

El pueblo era natural, sutil. Aburrido.

El mismo recorrido, el de la señora Jaquett, que salía con sus sandalias cubiertas en pieles y llevaba el pan temprano en la mañana en una bolsa de arpillera hasta el otro lado de la plaza, junto a la iglesia, a la única taberna del pueblo que se anunciaba con el cartel de madera tallada y la farola de hierro alumbrando. Allan paseaba su perro siguiendo sus pasos, siguiendo su destino, por la circular calle empedrada caminaba Allan paseando su perro. La misa del domingo, solemne y sencilla. Las flores en la florería, que la viuda Virgine sacaba a lucir en la vereda de su negocio, parecían tener los mismos colores día tras día, año tras año, pero mantenía un agradable perfume que envolvía la cuadra y la hacía flotar cuando la orquesta del colegio municipal salía a la plaza en los días festivos.

Desde la ventana soñó cruzar los Alpes y navegar el Rin. Pensó en bailar el Csardas y formar parte de un grupo húngaro que cantara en las calles. Sintió estar presente en París, en Venecia y en Roma. Probar los mejores chocolates de Berna. Sacar fotos en Marsella y nadar su mar salado y terso.

Desde la ventana pensó, que colores tendrían los Alpes en invierno. Desde allí el blanco en sus cumbres se hacía grisáceo con el tiempo, la catarata que ya afectaba severamente su visión.

Allan ya no paseaba a su perro, ambos habían muerto. La florería se había mudado a la entrada del pueblo, cerca del muelle. Ya no estaba el perfume de las mañanas en las veredas lustradas y sus calles de adoquines abovedados. La taberna estaba reformada, más grande y modernizada. La iglesia en su lugar, y el mismo sonido de sus campanadas.

Desde la ventana pensó, ¿ porque no salió aquel atardecer donde el carruaje la esperaba para llevarla a Frankfurt? ¿ Cual fue el motivo por el cual no partió la mañana que los boletos en tren le reservaban una butaca rumbo a Praga? ¿Qué paso con Venecia que no pudo partir a su encuentro? ¿Y parís, la ciudad de las luces? Siempre estarán sus luces.

El pueblo sigue circular sus calles de piedra que rodean la plaza, donde la iglesia mantiene erecto su campanario vigía. Pasaron los años. Los años pasan, y las calles mantienen su rumbo.

La ventana tiene un mirada sorprendente, de los Alpes, de las calles, el bebedero, la florería que no está, no se lo ve a Allan ni a su perro. Se ve el ayuntamiento, parte del monumento, la iglesia. Para que salir, si todo está dado aquí, desde la ventana.

Ella imagina el dorado amanecer en París, donde más dorado y más brillante serán los resplandores en la noche, cuando la ciudad comience a deslumbrar.

Desde la ventana sigue soñando aquel brillo, que sus ojos ya no tienen. Se apagan, lentos, armoniosos, aletargados, en la circular cuadra que rodea la casa, donde emerge la ventana por donde han pasado los sueños de sus días.

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