Estaban en San Diego, en los acantilados de La Joya y se quería quedar mirando las focas en el mar. No importaba que hubiesen viajado miles de kilómetros para llegar allá ni que fueran focas en el pacífico de California y no lobos marinos en el puerto de Mar del Plata. Quería quedarse mirando las focas y le dijeron que se iban, que tenían que seguir viaje, y por eso lloraba, porque se quería quedar ahí. Como en esa hoya en La Rioja, donde los grandes se zambullían desde una roca elevada y los miraba mientras construía con sus primos un dique moviendo piedras en el arroyo. El día brillaba por entre los sauces y mientras comían chivito se moría por subirse al burro que estaba ahí atado a la sombrita.
Será esa quietud y esa media luz de hora de siesta. Ese calor que no oprime cuando se es chico y el pasto húmedo y fresco. Pero en La Rioja no había pasto como bajo los árboles al costado del Mile walk en Windsor, donde se recostaron, o en el parque de la costanera en Rosario esa primavera que fue feliz. Desde el banco de una plaza mínima en los suburbios de Lyon, rodeada y cubierta de rosedal agobiado de tanto calor, ve el pequeño planchón de pasto manchado de algunas hojas secas de plátano que aparentemente en Europa se empiezan a caer antes de llegado el otoño. El pasto y la sombra como una fuente de felicidad se le presentaban acá y allá. Pero lo mira desde el banco de esa plaza mientras apaga un cigarrillo que no quiere tirar al piso como haría en Buenos Aires.
Los últimos meses habían sido una pesadilla. Quizá para alivianarla inflamó tanto sus expectativas; con naturalidad idealizó el destino para hacer más llevadero el viaje de trámites inagotables y decisiones difíciles. Pero tal vez contrario a lo que cabía esperar, la llegada no fue desencantadora.
Se deslumbró con los dos ríos de gran cauce que mezclan sus aguas ahí en la punta formando eso que llaman la casi isla, y con el barrio renacentista encerrado entre la colina de Fourvière y el Saone. Con las fuentes, las esculturas, la piedra, los quesos. El viejo mundo con sus iglesias viejas y sus casas viejas y sus calles viejas y sus plazas secas, y viejas. Y qué simpática es la gente -contradiciendo todas las premoniciones-, como esa chica que se le acercó una noche en el bar y le propuso brindar y le contó que trabajaba en un crucero en el mediterráneo y que era francesa y amaba Francia pero que más amaba el mar y viajar, y le mostró un ancla que se había hecho tatuar. Era de un pueblito en la campiña donde creció junto a su hermana y de donde se habían ido para no volver. Justamente ahí estaba con su hermana, ahí en el bar, y con otros amigos. Salieron a la puerta a fumar y se los presentó mientras le contaba que trabajaba en un crucero en el mediterráneo y le mostraba otra vez un ancla. Entonces, como la cerveza francesa es mala, pero la belga es riquísima, aceptó su invitación y los siguió hacia otro bar. Un antro de película; un cabaret imaginario sin show ni prostitutas, pero con barra e hileras de asientos semicirculares y concéntricas, o espiraladas en forma ascendente, con butacas de cuero rojo y tragos, música y barman de por lo menos seis décadas. Y la chica subió con su amiga, la que era mitad australiana, al piso de arriba, y al rato bajaron con el pelo revuelto. Mientras tanto la hermana se sonreía y le recomendaba un trago especial, porque era el trago de su amigo muerto. Pero le contó que se había muerto haciendo un gesto, zac, como cortándose el cuello, y ante esa distracción y el alboroto del local no notó que le hacían señas para salir hasta que otro amigo, el rubio, le tocó el hombro. Entonces salieron y la chica del ancla les propuso que fueran juntos, los tres, a su casa, a hacer el amor. Pero después todo se prolongó demasiado y decidió irse por su lado. Era domingo y eran las cuatro de la mañana. Por la calle se acercaba un tranvía y se subió. Estaba vacío y por más moderno que fuera chirriaba al doblar cada esquina. Se bajó enseguida y se despertó al mediodía.
Preparó un mate, porque hay que preparase para la nostalgia, y se fue al parque de la Tête D’or. Caminó bordeando el lago de agua verde y se adentró en el bosque espeso que huele a bosta o a zoológico y está atravesado por canales mínimos en los que navegan patos en familia. Como los cisnes que desfilaban por la calle en fila india, mamá adelante, los tres cisnecitos al medio y papá atrás. O al revés, pero no importa. Saliendo del bosque encontró un abra imponente de césped prolijo y limpio y grupitos de amigos franceses que se juntan a charlar y tomar vino a la soirée, cuando empieza a bajar el sol. Ahí, contra el tronco de un árbol, a la sombra intermitente, tomó su mate y pensó que nunca había oído hablar de centauras, como la de la escultura de bronce en el centro de la entrada imponente del parque. La centaura, lindísima, adornada y coronada de vides, se retorcía en un abrazo imposible con un joven andrógino y dócil. A unos metros, una pareja intenta alimentar a un ganso con una flor de trébol pero el ganso no se anima y se ríen. La chica se ríe; él se aleja para sacar una foto y casi seguro, atrás, en el límite del encuadre, aparece ella bajo la media sombra del árbol tomando su mate y perdiéndose en una foto que se va a perder como todas las fotos.
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