Los aeropuertos son lugares extraños, todo el mundo hormiguea de prisa de aquí para allá. Pareciera que sin sentido, estando solos pero entre miles de gentes. Unos van tranquilos sabiendo que dominan el deporte, otros nerviosos o histéricos, algunos como yo se dejan guiar por las señales y las flechas. Nos dejamos caer en alguna banca para teorizar sobre la vida de los demás.

Check in, pase de abordar, revisión de seguridad, Gate, despegue. Uno espera que ésta cadencia maestra no se llegue a romper nunca y cuando lo hace es una verdadera pesadilla.

Yo voy de aquí para allá como todos, en mi propio destino hacia Nueva Zelanda para encontrarme con el amor del otro lado del Pacífico. Ya he cruzado el océano antes y estoy tan acostumbrada a la cadencia maestra, que no comprendo el momento en que se rompe a pedazos en mi cara:

-Señorita…

Pongo el pase de abordar en la mano extendida, estoy extrañamente nerviosa.

-Señorita….

Pasa mi boleto por el lector, hace un sonido extraño, frunce el entrecejo, ve su ordenador, pulsa unas teclas y vuelve a pasar mi boleto por el lector de barras. Esto no se supone que suceda.

-Señorita…

Todos los demás pasajeros siguen abordando por un lado. No queda nadie más, me empiezo a sentir sola.

“Debo hablar a migración” Todo lo que pienso es en ella, que me espera en el aeropuerto, en los 6 meses sin vernos ¿y los planes? Los planes son bromas para la vida, y la vida a veces es cruel.

-Señorita…

-Señorita, habla el agente de migración. Hoy no va a viajar a Nueva Zelanda. ¿Me escucha? El sistema nos informa ha estado más de un año en el país y debe aplicar por una visa, venir otro día.

Quiero gritarle de vuelta, inventarle cualquier excusa. Sé que es cierto, pero lo quiero negar ¿no fui yo? quiero mentir no por las ganas deliberadas de mentir si no por la decepción y el miedo. Cuelgo sin decir más y una mano sin cuerpo me quita el aparato. Las azafatas me observan, no quiero admitir nada frente a ellas pero lo saben ¿porqué me importa que lo sepan? ¿como si a ellas les importara mi vida? ¿Es correcto sentir vergüenza de querer entrar a un país? Benditas las nubes, que vuelan por las fronteras sin aduana o pasaporte, que el viento las arrastra sobre territorios y muros; allá a lo lejos en la tierra del hombre los problemas de migración son ajenos a ellas. Pero yo aquí.

El avión parte, lo veo despegar y alejarse sin mi, la mitad de mi corazón la lleva atada en una de las alas, y siento que la arranca al alejarse; por fin la certeza de sentirme varada en el limbo cae con todo su peso. No tengo dinero para comprar un pasaje de regreso a México, no tengo una visa australiana, ni siquiera tengo un móvil.

Pienso que así deben ser las grandes catástrofes, vas por la vida en una dirección y algo sucede en un milisegundo, un accidente, un suceso te saca de tu curso para trasportarte a otra dimensión donde todo parece ajeno y sin sentido, donde todo va demasiado rápido para darte cuenta hacía donde irá a parar este remolino de acontecimientos. Sólo lo vas surfeando como llega.

Lo demás de aquí es una mancha de momentos en cadencia extraña; no es la cadencia maestra de la transportación áerea: estoy frente al escritorio de la oficina general de Quantas, nadie sabe como lidear conmigo pero debo resolverlo antes de 8 horas para no convertirme en “illegal alien” también en éste país.

Como magia tengo un boleto con mi nombre que me da salida y dice Kuala Lumpur ¡que más da dónde quede eso! El oficial de Quantas cambia su cara inmediatamente, su humor mejora tanto que busca en su cajón y me tiende unos generosos bauchers para comida. El oficial de migración Australiano también sonríe y firma una estampa en mi pasaporte: bienvenida, ahora tengo 72 horas en éste país.

Pero finalmente puesta en libertad no tengo animo para procurarme, estoy exhausta. Me dirijo directo al lobby y alcanzo uno de los sillones antes de que otros transeúntes atorados como yo, o con mejores suertes que las mías se apoderen de la poca comodidad a la que podemos aspirar para pasar la noche.

Aún me asombra la falta de interés del transeúnte aéreo, cada cual en su camino, en su cadencia maestra; la gente sigue pasando como si todo estuviera bien, sin notar a esa chica que llora en el sillón, yo soy la única que la ve, porque esa chica soy yo.

Los días siguientes los vivo entre anuncios de aerolíneas, azafatas apurando a viajeros retrasados, gente en uniforme: rojos, azules, amarillos. La familia en las vacaciones de verano, el matrimonio de años pelean por saber a quién culpar, los recién casados se toman de la mano, los jóvenes con esperanzas y una que otra señora casi tan perdida como yo. Me alimento, tomo duchas calientes en este aeropuerto del primer mundo, me cepillo los dientes, cambio de ropa, tomo café, me conecto al Wifi, hago las cosas de la vida como en aquella película donde Tom Hanks vive en un aeropuerto y no puede entenderse con nadie porque habla un idioma extraño.

Bueno, yo soy Tom Hanks, y hablo un idioma extraño.

Llegó la hora, me acerco con piernas temblorosas y sensación de vomitar. La señorita del Air Asia me tiende el pase de abordar hacia un país desconocido. Mis duchas calientes, el café, y el Wifi se quedan aquí. Avanzo sin ninguna prisa, la vida en el limbo tal vez no era la peor, a donde voy no sé que idioma hablan, en qué moneda se paga, como se vive.

***

Finalmente llego con una gran maleta llena de ropa para invierno al Moonson: Temperatura 35°C, Humedad 92%.

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