Suelen decir que las historias que comienzan mal terminan de igual manera; y fue quizás esa la sentencia a muerte de la historia de Mariana; ¿sería ese acaso, el desencadenante de los muchos infortunios por los que tendría que pasar?; una serie de palabras malditas que llenas de amor y dolor le habían dado la despedida y la soltaban, sellando ese día para ella una historia sin haberla iniciado siquiera; o eso era al menos lo que ella en un momento de oscuridad mental creía; lo que no sabía, es que pasado un tiempo, al final de ese camino, descubriría que su travesía recién empezaba, pues esa chica que había partido 10 años atrás, nunca jamás volvería a ser la misma.

Era la primera vez que Mariana saldría del país; a sus 24 años emprendería un viaje que transformaría hasta su manera de sentir, fue mucho más que moverse 7000 kilómetros, fue mucho más que ausentarse por 10 años. Este viaje hacia gentes de costumbres extrañas, tan cercana e irónicamente tan lejana; la tierra de las carnes, de los vinos, del tango y la Avenida Corrientes, del país del gol y sus mil y un paisajes, de sus calles empedradas y edificios parisinos, de sus pastas y milanesas con fritas; Allí fue acogida con el amor y el desencanto que la vida se presenta a veces, y ahí estaba él, esperándola en la puerta del aeropuerto, tan sonriente, con una flores blancas en sus manos y su tez trigueña y rizos negros, con una alegría que le resultaba difícil disimular, aunque realmente no quería, pues sin más, se abalanzó sobre ella, y con un largo beso le abrió las puertas del país que tanto le quitaría para después devolverle algo mejor.

Esa noche logró dormir muy poco y se sentía triste, lo había dejado todo y renunciado a todo por seguir sus pasos, no los de él, ¡no!, si no sus propios pasos que constantemente le marcaban que estaba en el lugar equivocado, fuere donde fuere, no encajaba en ninguna parte, pocas cosas le satisfacían realmente; alcanzar un sueño era solo un camino lleno de desesperación y de angustia, que terminaba por desvanecerse en cuanto le tenía en sus manos, y ahí estaba de nuevo, vacía y sin sentido.

Pasaron tantas cosas durante esos dos años que compartieron juntos, mil risas se desvanecían en un eco cuando abandonaron su primer departamento, cerraban la puerta y dejaban atrás la vista del río de la Plata, de los bosques de Palermo, se perdía allí el primer invierno que Mariana habría soportado en su vida, y al que nunca a pesar del paso de los años habría logrado acostumbrarse. Ahora frente a su ventana, les saludaba la Av. San Juan, donde a diario se paseaban los muchos otros extranjeros que suelen elegir al barrio de San Telmo como su nuevo hogar, quizás por ese aspecto decadente que tienen sus calles al anochecer, o por el peculiar perfume que deja la brisa que llega en las noches ventosas desde Puerto Madero.

En aquel lugar pasaron solo seis fugases meses, antes de la inevitable despedida; Él partiría con un nudo en la garganta para nunca más regresar, y Mariana le entregaría su corazón totalmente desnudo a otro, que la envolvió desde la vez primera con sus ojos negros embebidos de nostalgia y melancolía.

Y ese fue el principio de su muerte, aletargada por muchos años en noches de alegría tan intensa y profunda que dolían, y en noches de lágrimas sin fin que dolían aún más. Él era su enfermedad y también era su cura, totalmente adicta a sus besos y al roce de su piel y a tantas palabras, que solo terminaban siendo eso, palabras. Mariana pasaba horas interminables en los colectivos, en las estaciones de subterráneo o en el tren que conectaba la locura de la gente que viajaba en multitudes desde la provincia hasta la capital. Mariana pasaba horas llorando sentada en el pasillo de su casa mientras su perro le lamía las lágrimas de la cara, y se preguntó hasta el hartazgo cuanto más podría soportar su corazón, se preguntaba si sería la última vez o tendría que prepararse para una batalla más; gajo a gajo deshojó su vida, un invierno tras otro, una primavera, un verano más y ésta vez, un último otoño, que con sus calles tapizadas de rojo, amarillo y sus ramas semidesnudas, anunciarían la llegada del gélido invierno y la muerte de la última esperanza que ella habría depositado con tanto amor y con tanta fuerza, esa misma que necesitaría esa explosiva noche en la que tuvo que salir corriendo a hacer las maletas a su casa, ese día cuando todo terminó por derrumbarse sobre ella y en donde al fin muere; y entonces se despoja de las cargas que le pesan, deshecha el dolor que la oprime y nace de su interior totalmente restaurada la Mariana que hoy conocen.

Ese día cuando las ruedas del avión dejaron de tocar el suelo, pudo sentir su propia muerte y su renacimiento, ese día se dio cuenta de cuanto quedaba en ese lugar y de cuanto se llevaba; ahí abajo con sus cerros y sus pampas, con sus asados y sus gauchos, con sus programas de chimentos y con esa peculiar forma de ser y de hablar que tienen los Argentinos, allí dejaba a quien habría amado con tanta fuerza y desesperación, ahí quedaba todo lo que habían construido y derrumbado durante esos 8 años. Volvía a casa al fin, después de una larga ausencia, y la vida de ahí en más sería diferente, porque tomar un café y sentir su aroma se llamaría felicidad, porque poder abrazar a mamá y a papá tan fuerte tendría un valor que nunca habría podido percibir, porque respirar el aire tibio de las mañanas calurosas sería suficiente para estar en paz, porque simplemente había entendido que la vida era otra cosa, que no se puede morir, renacer y continuar siendo el mismo.

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