Te observo y no comprendo cómo puedo adorarte y desconfiar tanto al mismo tiempo. Es como si me hubiese comido un silencio, por la forma callada en que mis dudas colisionan en una explosión detenida en el tiempo. ¿Quién eres?

Por la puerta del baño entreabierta estudio el modo en que te encremas las piernas, te aplicas desodorante y te quedas detenida en los finos pliegues en torno a los ojos. Tienes tus rituales, y he llegado a amarlos tanto como a mi vida junto a ti, a mi hermosa jaula de vidrio que ahora se rompe y cuyos fragmentos están suspendidos en torno a este hogar.

Me sorprendes mirando y sonríes sin saber, y te equivocas con mi silencio susurrando en mi oído al pasar:

– Te amo, Camila.

Yo no sonrío porque no puedo, pero te beso en la frente y te despido apretando tu mano, llevando tus dedos a mis labios cerrados.

– Nos vemos en la tarde, mi amor. – me dices.

En diez años de matrimonio tuve celos, me comporté como una idiota, lloré arrebatada y levanté castillos de aislación, todo para volver siempre a recogerte en mis brazos y permitir que me envuelvas con tu calidez. Eres dueña de ese encanto abierto que me entibia el corazón y que llamo amor.

Cuando conociste aquella gringa flaca con la que te enredaste, me quedé a tu lado. Sentiste la necesidad de escapar del encierro de la vida de a dos, leí tu deseo y abrí la puerta. Nos comunicamos. Eres así y te abrazo como una obra de arte, un cuadro complejo cubierto de cardos en flor y de hortensias de otra dimensión. Frondosa, salvaje, libre. Así te amo.

Esto es diferente. No sé cuándo empezó porque no recuerdo el día, pero comencé a sentirme inquieta. Fue que apareciste con la mirada enganchada en algo que sucedía más allá de nuestra puerta. Que llegaste mascando chicle, llenándote la boca de menta fuerte como si fuera desodorante ambiental. Que traías aire de novedad, pero no compartías. Y entonces formulé las preguntas, agitando mis manos como niña chica en clases de arte, y te defendiste con justa razón porque nosotras no hacemos eso. No nos controlamos, confiamos, y yo no tenía pruebas. Al final apagué mis manos y no dije más, pero las dudas hicieron nidos en mi cabeza, pusieron huevos y tuvieron hijos.

Tienes abiertas tus redes sociales, tu celular y tu computador. Me sé varias de tus claves, me sé tu DNI y tu fecha de cumpleaños. No conozco tu signo zodiacal porque yo no hago caso de supersticiones. Pero es como si de pronto hubiese descubierto que eres virgo, después de tantos años de relación es como si entendiera que sólo conocía esa fracción de ti que amo y de pronto saliera a la luz que provienes de un molde que no me interesa conocer, pero que no es como tú. Como te conozco. Porque no es el engaño el que no puedo tolerar; es la mentira que ocultas, la traición que cometes.

Venía de mi exposición en Nueva York y te traje una pintura. Tampoco solía regalártelas porque tú no eres así, admiras mi arte pero no va contigo. Y sólo la viste de reojo, pasaste de ella con un beso al aire y no te diste cuenta de que era un cuadro pequeño pero estaba hecho a la medida para nosotras: un tazón chino ancho en el borde, delicado pero hogareño, con carácter pero perfecto. Como nosotras, antes de tu expresión al borde de la atención, de tu gesto en transición entre lo que estabas haciendo y lo que ibas a hacer, sin tiempo para detenerte a contemplar el cuadro y de vernos reflejadas.

Y algo en mí empezó a mutar, y me transformó en el signo que desconocía. Porque fue cuando nació el primer vestigio del cáncer que es ese silencio, y que ahora creció como metástasis debajo de mi diafragma impidiéndome respirar. Y quería decírtelo, pero no podía, y mis manos no sabían hablar, apenas pintar.

Y pinté: quinientos pájaros mudos como yo, con el pico abierto, pero sin canto. Quinientas aves rojas en un mosaico, una bandada enloquecida que huía de mi centro.

Nunca nos pedimos explicaciones, pero nos contamos los detalles de nuestros días. Trato de reducir mis viajes a una semana o dos, para que tengamos tiempo de extrañarnos pero también de recordar lo que pasa, para ese té en la mañana donde te cuento y tú me cuentas. Y cuando estabas allí, en la cama, sosteniendo el tazón con ese dibujo de oso que te hace reír, de pronto comencé a notar los espacios entre tus historias. Y mi corazón se saltaba los latidos junto con las omisiones que se quedaban en la luz de tus ojos y en el tiritar pasajero de tus labios que ensayaban el mentir.

Y luego la reconocí; era esa amiga habladora que de pronto se transformó en géminis, que de ser aquella visita ocasional con whisky puro y tabacos enrollados se coloreó con emociones y estados de ánimo que comentabas justo antes de decir algo más que se quedaba atrapado en tu garganta.

Y yo no podía preguntar porque nosotras no hacemos eso.

Hasta hoy. Llegaste tranquila esta tarde y dejaste la chaqueta de lado, peinándote con la mano descuidada, envuelta en el olor a jabón y bálsamo de una ducha que no es la nuestra. Bostezando con los ojos brillantes. Y el vacío en mi diafragma creció en proporciones y se dio vuelta y me moldeó, como una taza de porcelana fina, estrecha y rota. Y tú me miraste y dijiste:

– Qué pálida estás.

Y no sabías que estaba atrapada bajo la fría loza y que se me acababa el aire. Para avisarte, saqué el taller al patio y pinté un cuadro enorme, el más grande que había creado, en toda la muralla. Me demoré toda la noche y la mitad de un día. Y al final, allí había una taza de porcelana con una herida afilada, y los trozos esparcidos por el suelo apuntaban todos a ti.

Y la examinaste y te reíste, un poco como antes, y la admiraste:

– Es hermosa.

Pero en tu pelo y en tus labios y en el rabillo de tus ojos te estabas empezando a vitrificar.

– Deberías llevarlo a Nueva York, tu colección no está completa sin esta obra. – concluiste.

Y yo sabía que ya estabas cansada y que querías que me fuera. Y te miré y sé que mis ojos estaban negros y dentro de mí una sustancia como petróleo lento estaba a punto de explotar.

Y antes de que nos mataras entré a la cocina que estaba llena de vajilla de porcelana, de todas esas creaciones pintadas por mi mano cuando mi sangre era roja. Y la que era ahora yo, latiendo sin aire, llena de sustancia ponzoñosa y muerta, arrojó las cerámicas al suelo y gritó sin voz. Y tú no sabías nada, no entendías nada.

Pero yo sabía que sí, que entendías, aunque no fueras así. Y terminé mi obra de arte porque sin ti en ella, sin ti clavada en los trozos de porcelana, no estaba completa.

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