De todas las expectativas que tenía al realizar este viaje, enamorarme de un extranjero jamás cruzó por mi cabeza.
Fueron poco más de seis horas de vuelo de la ciudad de México a Lima Perú, me asomé por la ventana y ahí estaba yo aterrizando entre nubes y el gris amanecer de esa inmensa ciudad. Era la primera vez que salía fuera del país y sola, iba a estudiar a un programa de intercambio universitario.
Los meses transcurrieron como cualquier historia de un estudiante foráneo que viaja por primera vez a un país desconocido y entra en los diferentes procesos de aceptación e identidad, como extrañar a su familia, tener luchas internas, perderse y encontrarse un día o tener una epifanía existencial sobre su vida mientras camina escuchando a su banda favorita con la mochila en los hombros en algún punto de las montañas y las ruinas de Machu Picchu.
Faltaban dos meses para regresar a mi país cuando Diego apareció. Era un chico bastante confiado, un poco egocéntrico, tenía un acento para nada limeño y una sonrisa encantadora.
Rápido nos hicimos amigos, ese mes la pasamos conversando sobre las historias de nuestros países. Duramos semanas saliendo y un día una fuerza extraña hizo acercarnos de más y entonces nos besamos. Pasamos casi toda la noche conversando e intentado descifrar nuestras miradas hasta quedarnos dormidos uno cerca del otro.
Al día siguiente pensé que sería incómodo pero resultó todo lo contrario, él preparó el desayuno e intentó sorprenderme con mi omelette favorito, se veía tan confiado y parecía que sabía lo que estaba preparando pero en realidad, ese fue el peor e insípido pero más amoroso omelette que probé en mi vida. Estábamos recostados, sin decir nada con palabras solo con miradas, con su mano acariciaba mi cabello, tenía una mirada tan sincera y profunda que me desnudaba el alma, el tiempo a nuestro alrededor parecía congelarse. La última noche, mi cabeza aterrizó y entró en pánico, le pedí que se marchara.
Al día siguiente era la despedida de alumnos, en todo el evento me mantuve con la mente ocupada, traté no pensar en él y poner atención, después de dos horas revisé mi celular y tenía varias llamadas perdidas de Diego y mensajes que decían: “tenemos que hablar”, “no puedo dejar de pensar en ti”, “sé que es muy pronto decirlo pero te amo”. Ese “te amo” me sorprendió bastante, no supe que responder así que dejé el celular de nuevo en mi mochila y al terminar la ceremonia escuché que alguien gritó mi nombre y sí, ahí estaba él, viéndome con esa mirada de entusiasmo y el corazón agitado.
Pasamos todo el día juntos, al caer la tarde subimos al cerro san Cristóbal, encendimos una veladora y nos sentamos en el mirador a observar el atardecer medio gris de todo Lima, existía una calma en su mirada, Diego me miró y sonrió, entre el atardecer y él, no pude resistirme más. En este momento me había dado cuenta que estaba estúpida, loca y bobamente enamorada de él. Jamás en mi vida había imaginado a alguien como él y mucho menos enamorarme de esa manera. Faltaba hacer un último viaje a la nieve antes de regresar a casa, no lo pensé más y le entusiasmada le dije: escapémonos juntos, vente conmigo de viaje. Diego me tomó de la mano y me contestó: “yo te acompaño a donde tú quieras princesa”.
Princesa despierta, ya llegamos. El autobús avanzaba lento, hacía mucho frío, él me tenía arropada con una pequeña cobija y sentí que me había abrazado fuerte toda la noche, la luz que entraba por la ventana era tenue, Diego me había llevado a conocer al lugar donde había crecido.
Viajamos juntos esa semana a los nevados de Pastoruri en el Departamento de Ancash, Perú. Era la primera vez que yo veía la nieve. Casi no podía respirar por la altura pero fue una travesía mágica a su lado. Faltaban dos días para que mi vuelo de Lima saliera de regreso a México y yo aún estaba del otro lado del Perú. Su familia me invitó a pasar navidad con ellos pero ya tenía que regresarme, Diego cargo mi maleta y me acompañó a la central de autobuses a comprar el pasaje a Lima.
Con una mirada triste me abrazó fuertemente y me dijo: “no te vayas, quédate conmigo”. Yo solo sonreí y lo abracé. No recuerdo si le dije que lo quería o que lo amaba mucho pero le agradecí por los días perfectos que habíamos pasado juntos. Me subí a ese autobús y antes de que avanzará… Diego subió corriendo ¡como en las películas! Me besó y se bajó. La señora que estaba sentada a lado mío solo volteó los ojos y yo sonreí apenada.
Ese fue un lindo detalle que en definitiva no me esperaba. Mi corazón comenzó a latir muy fuerte, comencé a sentir un montón de mariposas por todo mi cuerpo. Me armé de valor y cuando el autobús estaba partiendo abrí la cortina y ahí estaba Diego parado sonriéndome, le respondí la sonrisa a través de la ventana y le hice una seña de despedida con la mano, Diego me tiró un beso y un abrazo a la distancia y nos quedamos mirando sonriendo hasta que el autobús salió de esa calle y ya no pudimos vernos.
Suspiré, cerré la cortina y mis ojos, en ese momento lo supe… ya no volvería a verlo jamás, todo había sido tan perfecto como un hermoso sueño o la película de amor más cursi de toda la historia. Y así fue como me traje su corazón en mi maleta y él se quedó con el mío en ese lugar, al igual que mi alma para toda la vida. Ahora pensar en él es como un cálido recuerdo que te abraza el alma, parecido a ese sentimiento que emana un bello atardecer en un inmenso océano.
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