Era el año 2007 cuando quise colaborar en mi propia muerte. La conocí por internet. Resultó que estaba loca. Desde España, su país natal, me habló de magia, simbolismo, alquimia, tarot. Algo pasa, supongo, cuando consiguen despertar tu curiosidad.
Terminaba de graduarme como médico. Quería estar con ella. Lo sabía. Abandoné la casa de mis padres, mi empleo, mi país. Sin tener un plan, como todo el mundo me aconsejaba, me lancé a la aventura. Empezó un largo viaje. Pensaba que el mundo me proveería de lo necesario para vivir. Me sentí poseído por un loco, lo confieso. Un loco poderoso.
Pero estoy de vuelta.
“Buen día, doctorcito”, dice Doña Delia, una de las pacientes que atiendo en una pequeña Consulta. Sigo pensando, tal vez tenga que cerrar el próximo año. Los impuestos en mi país subirán de nuevo. “Tengo” que cobrar ciertas tarifas, para ser competitivo, y están lejos de servir para hacerme con nuevos gastos. Volveré —es muy seguro— a trabajar a domicilio, y hasta en la calle. En esos casos cobro según el grado de satisfacción del paciente.
Doña Delia se queja de sus achaques. Su aspecto es serio. «¿El dolor servirá para algo, doctorcito?», inquiere. Su pregunta atrae recuerdos.
Como cuando nada más pisar España, pude ver el mundo real. Después de seis meses de convivencia, me separé de la loca. Sin ella, sin familiares, me sentí huérfano. Medité mi situación todo lo que pude. No me ataba nada a ninguno de los dos países. Solo tenía mi título de médico homologado. Opté por quedarme.
Después de atender a Doña Delia, junto con el dinero, me entrega un obsequio envuelto. «Para que su viaje tenga un mapa», me dice. Después no viene nadie más. Puede ser que hoy solo reste la visita de Don Fausto, por la tarde. Aprovecho ese tiempo para ir a ver a mi hija. Al vivir en la misma casa donde trabajo, solo tengo que cruzar una puerta para estar con ella. Mi madre nos echa una mano cuidándola, mientras nosotros buscamos estabilizarnos. «Tienes una familia preciosa», le dice a su nieta.
En España, en cuestiones de trabajo, tuve que descender por las noches de distintas ciudades. Terminé haciendo masajes eróticos para ganar algo de dinero. Lo complementaba con otros trabajos, contratado siempre temporalmente; todo, muy por debajo de mi preparación académica, de mis expectativas. Un día, sin darme cuenta, noté que había dejado de rezar.
No es que en mi país me vaya mejor. No tenemos para comprar un coche, mucho menos para una casa. Todos los de mi generación, o casi todos, estamos atravesando una situación parecida. El mayor problema, dicen, es no saber qué pasará mañana. Lo que me queda, pienso, es disfrutar de mi hija: hoy. No quisiera tener que volver a separarme de ella.
Aquel mal trago empezó porque tenía que renovar mis papeles. No les importaba nada cuál era mi situación. Tenía que demostrar mis medios de subsistencia. Lo único válido, en mi caso, era un contrato de trabajo. Busqué sobornar a alguien para no tener que irme. No quería tener que alejarme de mi hija, ni apartarla de lo que ya empezaba a conocer como su hogar. Conocí a un peluquero. Aceptó ayudarme. Cuando le pagué la mitad para que empezáramos con el trámite del falso contrato, desapareció.
Acudí en busca de ayuda al Gobierno de mi país. Me ofrecieron una beca para estudiar. Al final, tan solo me escribieron un mail. Explicaban que no lo había conseguido a falta de dos puntos en el examen de inglés. Luego, me propusieron alistarme a un “Plan de retorno para profesionales”, donde me ayudarían a encontrar trabajo, a cambio de firmar un compromiso de no volver por dos años. Sigo esperando que contesten mis llamadas.
Fue el fin de mi paso por España.
Solo quedaron fotografías y vídeos. En sueños me abrazaba a lo vivido. Recordaba, a menudo, cómo fue concebida mi hija. La reconciliación con su madre, la loca, mi loca. Aquella noche invitamos a los cuatro elementos. Pero de todos, el más fuerte, sin duda, el fuego.
Llega la madre de mi hija, mi loca, exhausta del trabajo. Sonríe ella, y lo hace también mi niña. Otro día que acaba.
La abuela se despide. Nos llenamos de besos. «Tienes una familia preciosa», dice, como un mantra.
Mi loca se acerca. Me besa. Aprovecho para compartir con ella el presente de Doña Delia. Es una baraja de tarot. Me mira, se abraza a mí, mordiéndose el labio inferior. Susurra a mi oído el comienzo de otro viaje. Espera a nuestro segundo hijo.
Observo las cartas del tarot. Una en especial llama mi atención: El Loco. Decido sentarme en la cama. Con “Le Mat” en la mano, padezco un ataque de relajación. Me dejo llevar. «Tu hijo nacerá aquí», dice mi loca, «pero luego quiero volver a mi país». Llora. Nos quedamos en silencio.
Vuelvo a mi consulta. En efecto, vino Don Fausto. Sin darme cuenta, traje conmigo la carta sin número, sin orden. La escondo con disimulo. Trabajo con mi paciente.
Al rato, Don Fausto se despide. Me quedo solo, observando la carta del tarot que me acompaña. Y pienso: «¿Es posible que sea un autorretrato?».
Tocan a la puerta. Es mi esposa —mi loca—, y mi hija. Se acercan. Me rodean con sus brazos. Ven lo mismo que yo. Y mi loca me suelta, citando a Blake: «Si un hombre persistiera en su locura, se volvería sabio».
Me cautiva. Mi loca está bien loca. Por eso la sigo.
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