Marino E. Cedillo
LA CAÍDA DE “AMÉRICA” (fragmento
CAPÍTULO 1
Año 2027, el magnate racista, Adams White, es el nuevo presidente del país más poderoso del mundo.
— ¡Nos han invadido, Joel! Hay que expulsarlos de América, a lo sumo, en 12 meses a partir de hoy; ¡malditos violadores! —Dijo Adams White a su Secretario de Estado, su más fiel adepto, a quien pidió separarse del ruedo de altos funcionarios con tal de urdir la fatal conspiración.
— ¿Un año? —Respondió Joel Arpol, torciendo su enorme boca para sonreír con sarcasmo—. Son toda una jauría; son millones, señor. Me parece tarea imposible en tan corto tiempo. Serán necesarios al menos 3 años.
—No me importa la cantidad de bastardos; hay que hacerlo como sea antes que nuestro gran país sea devorado por esos delincuentes ¿No ves cómo destruyen América? Nos contaminan y avergüenzan ante el mundo con sus malas costumbres. Pero pienso que, antes debemos construir un muro genial para que ninguno más de esos mediocres invada nuestro territorio —dijo Adams White, revisando unos documentos ultra secretos en los que ni WikiLeaks podía infiltrarse.
Y fue así que una malévola acción para perseguir y expulsar a los hijos de América Latina; malos y buenos, fue cuidadosamente diseñado: casi 20 millones de gentes que vivían de manera “ilegal” en el Imperio que Adams White llamaba América, fueron estigmatizados con toda clase de vejámenes.
—El primer día de marzo del presente año 2027 dará inicio la construcción del gran muro para que ningún violador entre nunca más a América —dijo Adams White a Joel Arpol—. Cien mil personas trabajarán en la frontera mexicana las 24 horas del día, durante todo el año. Y a la par, en todos los Estados de América, la policía detendrá a los “mexicanos” para investigarlos detalladamente.
—Hay mucha gente de la India, de la China y de África viviendo en América ¿Discriminaremos a los mexicanos, señor presidente? Es algo duro de aceptar esta campaña de limpieza —respondió, disimulando una risita, Joel Arpol.
—Sí, los discriminaremos. Ni blancos ni negros ni asiáticos ni hindúes ni de cualquier país europeo serán detenidos. La policía detendrá solo a los mexicanos; ya sea que hablen inglés o español. Arrestará a quienes se crucen en su camino y también los buscaran en sus casas y trabajos. Quienes tengan su estatus en regla, podrán seguir en América, no sin antes registrarse en el FBI para nuestro consiguiente plan de depuración… tú sabes a lo que me refiero, viejo Arpol; ¿verdad? —Dijo Adams White, bajando su voz para que nadie más escuchara esas palabrotas.
Arpol sonrió triunfante. Y dijo complacido:
—Así es, señor. Lo comprendo ¿Y los violadores y narcos; es decir los ilegales?
—Serán expulsados a México sin excepción en el plazo de un año, o a lo largo unos dos como máximo. Nuestro muro, que espero esté listo en 6 meses con dinero de ellos mismos; de sus contrabandos, los detendrá al otro lado de la frontera. Y echarán a todos en México. No me importa a dónde vayan después; si son del Centro o del Sur, ¡qué diablos! Mexicanos son mexicanos todos esos invasores. Quiero a América libre de esa gente mediocre y criminal ¡A trabajar, viejo Arpol! ¡Puño de hierro!
Y Joel Arpol se retiró de la oficina privada del hombre más poderoso del mundo, rodeado de todos sus asesores y equipo de seguridad. Arpol tenía ahora en sus manos la enorme oportunidad de descargar sus xenofóbicos resentimientos. Siempre había deseado actuar con dureza contra los migrantes que cruzaban la frontera de modo clandestino, y no tenía en la Casa presidencial un líder maniaco y arrogante como Adams White… Aplicar sin flexibilidad la ley de hierro contra los “mexicanos” era su deseo más ferviente.
CAPÍTULO 2
DOS AÑOS DESPUÉS (2029)
El país más poderoso del mundo, apodado Imperio Occidental, había construido un muro potente en su frontera sur, llamado Muro Trueno en alusión al poder del mitológico dios Zeus; cuya longitud total era de 3 185 kilómetros. Solo la Gran Muralla china superaba en longitud a dicha fortaleza en tierras americanas. Y ningún otro muro igualaba al Muro Trueno en tecnología y capacidad de aislar dos mundos: el Angloamericano y el Latinoamericano.
De los 13 millones de latinoamericanos que vivían en el Imperio del Norte ocultos en las sombras, por no tener sus documentos en regla, no quedaba ni una familia hispana. Todos fueron expulsados metódicamente a México, y de ahí, repartidos a todos los países de Centro y Suramérica; ya sea por tierra, aire o agua, debido al enorme flujo de deportados.
Y aquellos 40 millones más de gentes con raíces latinas que se habían legalizado en el gran país del Norte, o nacido en esta potencia que ahora se volvía intolerante y cruel, después de ser registrados por el FBI, fueron conducidos masivamente a California, Arizona, New México y Texas para ser empleados en la construcción del Muro Trueno. Solo unas pocas decenas de miles de vástagos latinos seguían viviendo en Washington y New York con la finalidad de prestar servicio en la recolección de basura de esas ciudades, y bajo la enorme presión del racismo.
—Misión cumplida, señor presidente —dijo Joel Arpol, presentándose ante el hombre más poderoso del mundo—. Todos los ilegales de piel trigueña han sido deportados a México. Nuestro gran Muro bloqueará cualquier intento de reingreso clandestino a América.
Adams White se puso de pie y estrechó con fuerza la mano de su monstruoso Secretario de Defensa. Y el saludo fervoroso del hombre más poderoso del mundo condujo a un abrazo efusivo y a un beso para el show en la mejilla de barbas ásperas de Joel Arpol. Y así, tras felicitarle y sonreírle anchamente, dijo complacido:
—Entonces ¿nadie más…? ¿Ningún violador y narco en América?
—Ningún mexicano, señor —respondió Joel Arpol con sarcasmo—. Solo americanos, negros, asiáticos, hindúes y europeos. Y también aquellos 40 millones de descendientes de los mexicanos, que se hicieron ciudadanos; ¡qué mala suerte! Deberíamos expulsarlos también. La constitución se puede modificar, ¿verdad?
— ¿Qué pasa, viejo Arpol? Esos 40 millones tienen un propósito aquí; ¿lo has olvidado?
—Por el contrario, señor presidente, le estoy recordando el asunto. Me gustaría hacerme cargo yo mismo tan pronto usted dé luz verde para el siguiente paso. Trabajé muy bien con los ilegales; diga que no…
—Sí, hiciste un buen trabajo, viejo amigo. Fue una gran idea cobrar más impuestos a las remesas de los mexicanos legales para construir el muro, y confiscar los bienes de los ilegales; no dejarles trabajar y cortarles los suministros en los mercados, ¡hacerles imposible la subsistencia en América! Decían que aquí era insufrible la vida, pero que volver a México era un suicidio: ¡los suicidamos a todos!
Ambos hombres soltaron una grotesca carcajada. Los miembros de seguridad y otros altos funcionaros aplaudieron efusivamente, celebrando el fin de la era “Migrantes ilegales” en el país más poderoso de la Tierra. Pero nadie ocultaba su incomodidad al saber que 40 millones de latinoamericanos, ciudadanos o legalizados en el Imperio Angloamericano, seguían compartiendo con ellos el aire, el agua y cierta clase de beneficios. Y la ley impedía expulsarlos…
—Antes del término de mi mandato, si no soy reelegido, nuestro plan con los descendientes mexicanos que no podemos expulsarlos, deberá concluir. Joel, en efecto, tú mismo te encargarás de ellos. Convoca a la jefa del FBI para una reunión secreta este fin de semana. Hay que actuar antes que estalle una rebelión masiva. Demos evitar que sospechen lo que les espera ¡Puño de hierro, viejo Arpol! —Dijo Adams White.
Y Joel Arpol a él:
—Sí señor presidente. Será un placer infinito para mí, consumar el siguiente episodio. Usaremos las instalaciones que servían para producir energía atómica. Y también…
Joel Arpol fue interrumpido por una alta funcionaria que pedía al presidente contestar una llamada:
—Disculpe, señor presidente, el jefe de policía quiere hablarle.
— ¿Qué sucede, ministra Powell? Ordené no ser interrumpido —Adams White, con el ceño fruncido al ver a la alta funcionaria acercarse con un moderno computador.
—Oiga usted mismo, señor —dijo la alta funcionaria activando el altavoz del aparato.
La voz sonora del jefe policial que llamaba desde las calles de Washington DC, resonó en la computadora del hombre más poderoso del mundo:
“Señor presidente, tenemos un problema: se rumora que una ciudadana americana ha infringido las leyes de nuestra nación. Tómese esta actitud como una severa amenaza a nuestra seguridad”.
CAPÍTULO 3
En una urbanización privada en Washington DC, cerca del área de los grandes museos de la ciudad…
— ¡Alto! ¡Policía! —Gritó el oficial de la Policía secreta, bajándose de un auto negro a prueba de balas.
Una joven mujer blanca se detuvo de inmediato. Se volteó hacia el oficial que venía con su placa policiaca en la mano.
—Documentos, señorita, ¿señorita…?
—Claire Cook, oficial, ¿qué sucede? —Respondió la mujer, entregando su ID al oficial de policía que la miraba con ojos de ave rapaz.
— ¿Claire Cook? 27 años de edad… Ok ¿Qué lleva en ese carrito, señorita Cook?
—Mi comida, oficial.
— ¿Para cuántos? ¿Acaso sufre usted de bulimia? —El oficial con un tono altanero y suspicaz.
— ¿Qué? ¿Por qué? La comida es para mí sola, oficial. Soy soltera y trabajo 15 horas diarias. No tengo tiempo… Voy cada mes al mercado —contestó Claire, viendo con enfado cómo el oficial hurgaba sus bolsas de víveres sin ningún respeto.
— ¿Y dónde trabaja señorita Cook?
—Soy supervisora de camareras; trabajo en dos hoteles, señor ¿cuál es el problema? Deje en paz mis compras… qué quiere de mí.
—Información, señorita Cook —dijo el oficial revisando una gran lata de frijoles y un paquete de tortillas—. ¿Qué es esto? ¿Y esto?
— ¿Jamás ha comido jalapeños y frijoles, oficial N? —Respondió Claire, a punto de perder la paciencia.
—Me llamo oficial Nick. Yo solo compro salsa picante, mostaza y pimienta; respeto mi cultura culinaria ¿Tiene familia en México o amigos mexicanos en América, señorita Cook? ¿De dónde procede su gusto por estos productos no aptos para los americanos?
Claire se quedó muda. Y tras mover su cabeza en señal de disgusto, respondió:
—No, nada de eso… ¿Qué tiene qué ver mi estilo culinario con México, oficial Nick?
—Mucho, señorita Cook, mucho —dijo el oficial, llamando por radio a sus compañeros.
En menos de un minuto llegó un patrullero con las sirenas encendidas. Dos policías altos se bajaron: hombre y mujer de piel blanca.
Claire mostró serenidad. Y preguntó al oficial Nick que era de la Policía secreta:
— ¿Buscan drogas, oficial? Ya revisó mis bolsas de víveres ¿Puede devolverme mi ID por favor? Hoy es mi único día libre y necesito ordenar mis cosas, acomodar esta comida en la refrigeradora antes que se me pudra; llevo pescado y leche.
Y el oficial respondió frunciendo su ceño:
—Buscamos algo más, señorita Cook: pescados del Río Grande y aguacates de México. Responda esta pregunta, ¿para quienes más lleva esta comida? ¡Es mucha! Y ni frijoles ni jalapeños consumimos los verdaderos ciudadanos de América.
Claire se vio acosada por seis ojos de aves de rapiña. Pero, así respondió, guardando la serenidad:
—Vivo sola. Trabajo mucho. Y hago mercado una vez por mes. ¡Basta de preguntas sin sentido!
—La gente dice lo contrario, señorita Cook. Usted hace mercado 4 veces por mes o quizá seis; no lo niegue. Y en su menú de compras lleva estos productos prohibidos.
— ¿Qué? ¿Productos prohibidos?—Respondió Claire con asombro mayúsculo.
—Tortillas, frijoles, chiles jalapeños no deben consumir los americanos. Son productos destinados a los mexicanos no ilegales que se quedaron a vivir en América. Y usted compra demasiado como para usted sola… Por última vez, señorita Cook: ¿para cuántos lleva todo ese hermoso carrito de compras? Conteste con la verdad o aténgase a las consecuencias.
—Para mí sola, oficial. Y yo no sabía que no podía consumir estos productos latinos, perdón; puede confiscarlos. Yo misma los voy a tirar en ese basurero.
— ¡No se mueva! Necesitamos revisar su casa, señorita Cook. La comunidad de esta área dice que usted va al mercado demasiado seguido; y la hemos estado observando semana tras semana, en virtud de esas denuncias. Y efectivamente vimos cómo cada semana usted entra a su casa con este carrito repleto de vituallas; ¿es una compradora compulsiva, tiene trastornos de bulimia? Usted no es una persona obesa, por el contrario se mantiene en muy buena forma —dijo el oficial con un tono sarcástico. Los otros policías sonrieron.
—La gente no tiene qué hacer, oficial. Hay quienes se inventan historias. Esta comida es para un mes. Y si quieren confiscar las tortillas y los jalapeños, adelante… No volveré a comprar esos productos mexicanos. Por favor necesito seguir mi camino. Mi casa está allá…
—Sé dónde usted vive, señorita Cook. Su casa es la contigua a esta, aquella donde casi nunca alzan las persianas ni reciben visitas ni hacen limpieza.
Claire sintió un terrible escalofrío. Y dijo tras soltar su respiración con fuerza, como para manifestar su reproche y su temor:
— ¿Cómo? ¿Me han estado espiando? Es un delito de Estado invadir mi privacidad ¿Soy narcotraficante o qué?
El oficial Nick se acercó a Claire, tanto hasta soltar su resuello en la cara ovalada sin maquillaje de ella y clavar sus ojos de lobo astuto en los ojos color avellana de Claire, para decirle con un tono resquebrajado y mordaz:
— ¡Lotería! Usted es sospechosa de un crimen peor, señorita Cook.
— ¿Qué clase de crimen, oficial? —Respondió Claire, apartando bruscamente su rostro del policía prepotente.
—Vamos a registrar su casa y le diremos qué clase de crimen la involucra en contra de la nueva ley americana. Señorita Cook, caminando; abra usted misma la puerta de su casa si no desea que mi compañero use esa pesada herramienta.
Claire observó el gran ariete que el policía de menor rango balanceaba en sus manos enguantadas y recias; hacía demasiado frío ese marzo del 2027.
—No se preocupe, señorita —intervino la mujer policía tomando el documento de Claire, que el oficial malgeniado le entregaba—. No tiene nada qué temer todavía. Si su casa está limpia de elementos nocivos para la seguridad de América, usted podrá preparar su cena de frijoles y dormir tranquila; aunque esas cosas producen muchos gases, según recuerdo. Deme la llave de su casa, si prefiere que yo le ayude…
— ¡Váyanse al diablo, malditos racistas! —Claire, en una reacción visceral rapidísima.
Y sin dar tiempo a que los policías reaccionasen, Claire corrió unos metros hasta una casa grande que tenía un jardín sin valla. De un salto abrió la puerta y entró corriendo.
El oficial de la Policía secreta quiso agarrarla por el largo cabello rubio, pero la puerta de hierro se estampó en su nariz.
Desde adentro Claire, viendo por una hendija de la persiana, cómo el oficial se limpiaba la sangre de su nariz grande, gritó:
— ¡Policías racistas! ¿Tienen una orden para registrar mi casa?
—La orden soy yo, ¡abra la maldita puerta! —El oficial con un tono opaco y furioso.
Y luego, Claire escuchó:
— ¡Adelante! ¡Ariete, derriba esa puerta!
Entonces Claire parecía una loca: tiraba a la basura varios productos congelados.
Pero un fuerte golpe en la puerta metálica le hizo estremecerse.
—Van a derribar la puerta. Preparémonos para la acción —dijo Claire—. Adrián, mi amor… te juro que no sabía que me estaban espiando. Sabían mi número de casa, sabían con cuánta frecuencia iba al mercado, qué tanta comida compraba. Pero tenía que entrar porque de todos modos iban a invadir mi casa. Y no quiero abandonarte… Por favor vuelve al sótano, cariño. Yo me encargo de ellos.
Adrián abrazó a Claire. Él había visto por una pequeña ranura de la ventana del sótano, cómo la policía detenía a su amada a pocos metros de su hogar. Él siempre estaba vigilante, con la puerta, reforzada a propósito con recios barrotes de acero, sin seguro por dentro, hasta que Claire entrara.
—Mamá, qué sucede —dijo de improviso una niña de unos 6 años, acercándose a Claire y Adrián.
—Hija mía, ¿qué haces aquí? Ve con tus abuelos al sótano —Claire, abrazando a su pequeña hija que lucía una hermosa cabellera negra.
—No quiso quedarse con ellos, amor. En cuanto llegaste se escondió aquí en el ropero —dijo Adrián.
Otro golpe del pesado ariete en la puerta metálica hizo temblar a la niña de ojos azules y piel clara.
—No pasa nada mi dulzura. Ve con tus abuelos, por favor. Adrián, vida, llévala; protege a tus padres. Yo me encargo de la Policía, escóndanse y no hagan ningún ruido —respondió Claire, besando a su hija.
—No, cómo crees que voy a dejarte sola, mi amor. Mataré a esos malditos racistas si es necesario —dijo Adrián, abrazando a Claire y a la pequeña hija llamada Sarah que empezó a llorar al oír las voces altas de los policías.
—Ve con tus padres, mi amor. Cuida a nuestra hija. Yo hablaré con la Policía; voy a estar bien. Por favor…
En ese instante la gruesa puerta metálica cayó resonando, al tiempo que las sirenas de varios patrulleros policiacos rodeaban el perímetro de la fastuosa casa de Claire Cook.
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