UN RUBÍ PARA ALILEA

UN RUBÍ PARA ALILEA (fragmento)


PRIMER CAPÍTULO

Hija única; niña sociable, sin complejos, osada y juguetona. Pero hoy, Alilea, a sus doce rosas, se sentía inquieta más que nunca. Y triste a la vez porque Jobito, el niño especial de su clase, se fue de Nabeo sin despedirse. Sin darse cuenta había crecido en ella un sentimiento que le hacía temblar sus ojos grises cada vez que se acordaba de ese inocente beso robado.

— ¿Mami, cuándo me van a comprar un perro? Me siento solitaria todo el tiempo; no tengo con quien jugar en estas vacaciones. Mi príncipe azul se perdió. Quiero un perrito que me ayude a buscarlo. Quiero viajar a ese mundo fantástico que tanto sueño. Quiero realizar tantas cosas desde hoy.

—Leíta, bien sabes que no se puede. No tenemos espacio para los perros; ya te lo hemos dicho. Y deja de soñar con tu príncipe azul. No existen príncipes, hija mía. Olvida a ese chico. No volverá —respondió su madre.

—Todos en Nabeo tienen un perrito. Mi tía Gabriela tiene tres. Solo nosotros no tenemos ni uno. Y tú, mamá, nunca me crees que yo sueño con un príncipe azul como Jobito. Sé que él no es como los demás —dijo Alilea.

Sonriendo, el padre intervino al que hija y madre discutían:

—Leíta, muy pronto tendrás una mascota que irá contigo a ese mundo fantástico, en busca de aventuras y príncipes azules.

—Sí, ¿pero cuándo me lo compras, papá? Yo lo cuidaré hasta que se muera.

—Algún día, hijita; cuando puedas cuidarla tú sola porque tu madre y yo no tenemos espacio en esta casa para un perro. Así que, por ahora; si quieres jugar con una mascota, tienes nuestro permiso para ir a la casa de tía Gabriela. Te puedes quedar dos días, ¿aceptas el trato mi amor?

Y ese fin de semana los padres de Alilea acordaron enviarla a casa de la tía Gabriela que residía en otra área de Nabeo (significa, veo nabos, según la tradición) que era un pueblo intercalado por cipreses intensos y eucaliptos titubeantes.

Pero Alilea, guiada por los ladridos de un perrito, fue a dar en otra vivienda, cuyos tejado musgoso y paredes agrietadas de adobe le daban un aire de abandono, aunque el patio luciera verde y lleno de girasoles altos y algunas estupendas flores dientes de león. La vivienda tenía otros contrastes: ventanas apolilladas y candelabros lujosos pendiendo de los pilares de madera envejecida.

Antes que Alilea, pudiera dar media vuelta e irse, la puerta de aquella casa fantasmal se abrió con un chirrido ebrio, saliendo un hombre alto de boina oscura y barba abundante. El sujeto sostenía unas hojas de pergamino viejo con manuscritos góticos, algo lúgubres a juzgar por los dibujos que adornaban esos pergaminos.

Alilea se asombró de verlo y quiso marcharse, pero un bello y travieso Chihuahueño blanco que corrió a olisquearla, moviendo su delgada colita, la detuvo de inmediato, como si el pequeño can tuviera energía magnética en sus ojos juguetones o algún poder hipnótico para detenerla.

—Hola, hermosa ¿Cómo te llamas? ¿A quién buscas? —Dijo el hombre con un acento extranjero, amable.

—Buenas tardes señor. Me llamo Alilea Morán. Mis papis me dicen Leíta. Ando buscando a mi tía Gabriela.

—Hum, ese nombre no me suena por aquí, Leíta. Quizá sea por allá. Qué lindo cabello tienes, niña. Qué bonitos ojos grandes, qué boquita tan chiquita —dijo, tras indicar con su índice la dirección a seguir.

—Gracias señor. Es verdad; es por allá. Ya me acordé del camino. Qué bonito chihuahua; ¿cómo se llama?

—No me gusta poner nombre a los animales. Es una idiotez de la gente. Oh, tu voz es musical, niña preciosa.

La adolescente dibujó una sonrisa huidiza en sus labios diminutos. Pero en seguida se puso seria. Y se marchaba cuando el hombre, inclinándose, la detuvo para decirle:

—Conozco las expresiones de la gente grande y chica. Tu mirada me dice que tienes un anhelo insatisfecho. Te consume un sueño fantástico que quisieras realizarlo para ser feliz, ¿verdad? El amor romántico empieza a germinar a tu edad; los príncipes azules comienzan a robarte suspiros y las flores se coquetean con tus labios rojos, ¿no es cierto, pequeña soñadora?

Alilea se quedó pensando tres segundos. Y contestó:

—Para usted no estoy ni feliz ni triste, señor. Y ya me voy. Gracias por indicarme el camino.

—Pero yo te daré un rubí, Leíta, porque tienes una ilusión que trasciende tu imaginación fantástica —insistió el hombre metiendo su mano velluda en el bolsillo de su gabán viejo que parecía demasiado ancho para su cuerpo enjuto.

—Disculpe señor, ¿quién es usted?

—Tampoco tengo nombre, Leíta. Dime poeta o invéntame uno que sea de tu agrado —respondió el caballero con una gran sonrisa.

—Señor poeta, ¿cómo sabe que yo tengo ilusiones y sueños?

El poeta sonrió mucho más. Y dijo:

—Yo capto las emociones de tu alma. Y tengo un rubí para ti, Leíta. Si lo frotas contra tu pecho, podrás cumplir todos los deseos de tu corazón. Encontrarás a tu príncipe azul; créeme, hermosa niña… El rubí. Tómalo, es tuyo.

Alilea, aunque insegura, se dejó llevar por la calidez de aquel sonriente y sereno poeta barbudo. El fulgor rojo de esa joya preciosa era irresistible, sobrenatural.

—He guardado ese rubí por tanto tiempo para ti, niña elegida. Frótalo contra tu corazón, Leíta, y verás un mundo mágico.

— ¿Niña elegida? ¿Por quién y para qué? No soy nadie. No le creo, señor poeta; no creo que este rubí sea mágico.

— ¡Hazlo y creerás! —Resonó persuasiva la voz del poeta.

Alilea frotó contra su pecho el rubí, susurrando estos deseos:

—Deseo viajar a un mundo fantástico. Deseo que mis sueños se cumplan. Que mi príncipe azul me regale otro beso. Quisiera un perrito así; como este que me lame los tobillos. Y le llamaré Chiguagua, no Chihuahua.

Al terminar de rezar sus deseos, Alilea Morán, se encontró caminando con el Chiguagua blanco en una jungla colosal, extravagante y desconocida.

— ¡Oh, pero dónde estamos! Chiguagua, no lamas eso.

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