He recorrido en furgoneta los 6500 kilómetros que separan Bilbao del sur de Guinea Bissau. Han desfilado ante mis ojos grandeza y miseria, belleza y desolación. Desde las montañas del Rif marroquí, coronadas de niebla hasta el Sáhara, primero pedregoso y después ondulado en arenas doradas. Cientos de kilómetros con el Atlántico a la derecha, contenido por un litoral abrupto y, a la izquierda, la inmensidad del desierto.
Después, las primeras acacias dispersas anuncian la proximidad de la sabana que se hace ya protagonista en Senegal. Allí son los baobabs quienes se muestran en principio aislados para terminar erizando el paisaje con sus dedos descarnados que rasgan el azul del cielo. Por último, la exuberancia del trópico ya anunciado en Guinea Bissau.
Experiencias de trámites aduaneros, trufados de corrupción funcionarial, se superponen a vivencias de ayudas espontáneas cuando nos hemos visto en apuros. Una amalgama de sensaciones, e imágenes que te obligan a veces a respirar hondo y aceptar que esa realidad que te golpea es la que comparten dos terceras partes de la humanidad. Nosotros, el tercio privilegiado, estamos inmersos en una burbuja de colores que confundimos con el mundo real.
Cuando al final del recorrido evocaba los primeros días de Marruecos tenía la sensación de que aquello todavía era Europa. Sin embargo, el encuentro con el país magrebí siempre es un choque. Por ejemplo, el paseo por la medina de Tetuán, primer contacto con los mercados coloristas y aromatizados; el acogedor Chefchauen, recostado sobre las brumosas montañas del Rif, con sus recovecos teñidos de azul añil, el color dominante de sus casas; o la seducción de Marrakech, con la mítica plaza Djemaa el-Fna, a cuya atracción es difícil sustraerse, sin olvidarnos de Essauira y su bullicioso puerto pesquero.
Al desierto no se llega de golpe. Hay un período de transición entre el Marruecos verde y feraz y los pedregales saharianos, en donde los pequeños poblados se confunden con el rojo de la tierra. Algunos cambios son ya perceptibles. Por ejemplo, las mujeres saharauis han cambiado de indumentaria: en lugar de la asexuada chilaba de las marroquíes, se cubren con túnicas estampadas al estilo de los saris indios.
Con ser este viaje muy rico en paisajes, estilos de vida y encuentros fugaces con viajeros extravagantes, nada de esto ha sedimentado en mi espíritu. Lo que ha marcado el recorrido es la fuerza con la que los africanos viven el espejismo de occidente. Las parabólicas siembran los poblados. Compartí un rato de televisión a la puerta de una choza con los habitantes de una aldea cualquiera y vi cuál es el verdadero «efecto llamada»: imágenes de opulencia, aparentemente tan al alcance de la mano.
También me han conmovido los niños y las mujeres. Especialmente, a partir de Senegal, cuando ya la población femenina se visibiliza y es más fácil establecer contacto con ellas. Algo que no ocurre en otros lugares, como, por ejemplo, Mauritania.
Las senegalesas, siempre con enormes bultos a la cabeza, deslumbran por su porte y belleza. Vestidas con ropas de colores vibrantes, se mueven como las modelos, con sus espaldas rectísimas rematadas por unas nalgas firmes y elevadas, sólo que su pasarela son los caminos que conducen al próximo núcleo de población en el que haya un mercado. Las niñas también llevan siempre algún hatillo a la cabeza, como si ya hubieran comenzado sus clases de desfile.
Entramos en Senegal por Saint Louis, una ciudad de marcado acento francés. El río Senegal la divide. Varios puentes de hierro acercan ambas orillas. Construcciones elegantes, en colores pastel, y calles animadas con vendedores pesadísimos, componen un mosaico lleno de vitalidad.
Una visita obligada: el mercado del pescado. En una zona portuaria, se extiende una hilera de mesas sobre las que descansan los peces abiertos secándose al sol bajo una capa de moscas. Las vendedoras ponen la nota de color con sus vestidos estampados. El suelo está tapizado por un detritus pestilente. Niños mendigos se deslizan entre los puestos y mordisquean pescado seco. Nos asaltan pidiendo dinero. Un chaval de unos doce años se aferra a mi mano y, con ojos implorantes, repite una y otra vez que le lleve conmigo a Europa. Trato de explicarle que las cosas no son así de fáciles, que no puedo traérmelo. Al fin, no sé cómo, consigo librarme de él pero no de la angustia que se me queda alojada en la boca del estómago.
Pasamos la frontera de Guinea Bissau por Salikenie. Allí tuvimos que aguardar a que el funcionario durmiera la siesta. Conocí a Mansata, una policía que hablaba español. Había tenido nueve hijos, de los que le quedaban siete. Hacía apenas dos meses que había perdido a su hija mayor. Me conmovió la entereza con la que me lo contó. Me acordé de la estadística que habla del 90% de madres africanas que han perdido, al menos, un hijo. Sentí que la muerte era algo con lo que se contaba.
Después de un día de descanso en la capital, nos ponemos en marcha camino del Parque Natural Cantanhez. Llegamos a Saltinho por la tarde. En este paraje singular, el río se ensancha y se precipita en pequeños saltos de agua. En una de las orillas, amplias rocas planas se adentran en el río y son el lugar de encuentro de grupos de mujeres y niños que lavan la ropa y friegan cacharros. Me fijo en una mujer de pechos al descubierto como pingajos colgantes. Sus niños tienen vientres abultados y ombligos prominentes. Cuando terminan la tarea, la niña mayor, de unos seis años, recoge las cazuelas. Al pasar por mi lado le digo a la mujer, señalando a la niña: “qué bien, cómo te ayuda”. La mujer me lanza en portugués un “lévatela” que me hiela la sangre. Ante mi cara de desconcierto, repite, empujándola hacia mí: “lévatela”.
El rostro de aquella mujer, que estaba dispuesta regalar a su hija a una desconocida es un recuerdo que sigue vivo en mi memoria.
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