¿Para qué volvimos? Le preguntó su hija y la pregunta se quedó paralizada en el aire unas décimas de segundo para caer sobre ella como cuchillas de hielo e incrustarse en su ya adolorida cabeza.

Nada más entrar en la inmensa superficie blanca, cuyo horizonte se diluye con el cielo, cielo ella, sal que es nube, paraíso blanquiazul, había sentido el disparo de dolor en la nuca, para luego reventar y desperdigarse en todos los confines de su cerebro. No, la migraña no sería buena compañera de viaje a pesar de que el paisaje sin par del Salar de Uyuni sólo invitara a la felicidad…

…Pero esto sólo sería el comienzo.

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La pregunta era retórica, era más un reclamo, una asunción colectiva de culpa. Ya estaban a cinco mil metros y ella sólo pensaba que si no había ni siquiera una muestra vegetal, mucho menos animal, debería haber porfiado en la idea inicial de no permitir que su madre, una señora que superaba los ochenta años, fuera a un viaje tan extremo.

Se habían despedido de ella en la terminal de autobuses de Potosí después de convencerla de lo poco recomendable que era que una persona de su edad, con problemas cardíacos, viajara durante tres días al Salar y sus atractivos. Pero cuando se separó de ella, dejándola sentadita esperando que el autobús abriera la puerta para irse, se dio la vuelta y la vio: solitaria, triste, desamparada… una anciana a la que sólo le faltaba un letrero que dijera: madre abandonada por su inconsciente hija. Cerró los ojos y sin pensarlo un segundo más, se dio la vuelta y le dijo: «Madre, vienes con nosotras…»

Al finalizar el recorrido, retornaban a Uyuni en un largo convoy de aproximadamente 60 vagonetas. Iban una detrás de otra pero a considerable distancia evitando tragar tierra. De pronto, las primeras ralentizaron el paso hasta detenerse formando una suerte de tren con acopladores invisibles. Cuando ella se bajó para ver qué era lo que pasaba pudo constatar que la causa era un gran agujero lleno de barro encajado entre el precipito y la montaña. El primero que intentó atravesarlo, confiado en el poder de su tracción de cuatro ruedas, quedó enfangado hasta el carburador, por lo que tuvo que ser remolcado entre todos los hombres presentes y extraído del fango como una muela putrefacta.

El cruce se haría largo y esforzado.

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Ese mismo día, se habían levantado muy temprano para ver la salida del sol en los géiseres. Consiguieron subir a su madre con dificultad puesto que no había podido dormir toda la noche por la falta de oxígeno. La sentaron en el asiento trasero y nada más llegar a la maravillosa Laguna Verde, con el emblemático cerro triangular que es parte indisoluble de su atractivo, se dieron cuenta que la mujer llevaba ya unos minutos sin respirar. Había muerto en uno de los contornos más espectaculares del planeta. Inolvidable el verde jade del agua, inolvidable la sensación de ausencia y para siempre insertada en algún rincón del alma, la sensación de culpa por haber vuelto a buscarla.

Por unos momentos, se sintió Sara, la mujer que volcó la cabeza en Sodoma convirtiéndose en sal y la sal que había tenido un protagonismo casi absoluto hasta ese instante, se instalaba ahora en sus labios procedente de unas lágrimas que no dejaban de fluir.

Para más inri y confirmando que las cosas siempre pueden ir a peor, estaba ese gran boquete impidiendo llevar a buen término el proceso de dar descanso a un cuerpo vacío.

Ella iba de copiloto, con la vista hacia el frente, evitando mirar atrás. La parada obligada invitaba a la reflexión, pero el dolor de cabeza impedía que ella pensara en otra cosa que no fuera imaginar que cientos de diminutos obreros se habían trasladado dentro de su cráneo para dar golpes de martillo, con el fin de extraer algún extraño mineral. No podía ni siquiera mover la cabeza un milímetro sin que se pusieran a trabajar los malditos mineros.

Miró a los costados y descubrió una escena surrealista: alrededor del convoy había comenzado a instalarse un pequeño mercado en el que no sólo se vendía comida, refrescos, agua, café, té o chocolate caliente, sino también objetos variopintos que iban desde linternas hasta cargadores de móvil, ropa y zapatos. Era como si los pobladores quisieran aprovechar las penosas circunstancias para movilizar su stock a un público cautivo. Pero ¿y si cavaron el hoyo a propósito? Pensó y enseguida desechó la idea atribuyéndola al terrible dolor que le atenazaba la cabeza o tal vez al recuerdo de un relato de Kapuscinski.

Transcurridas diez horas y con la ayuda de los pobladores, el flujo se hizo más continuo y rápido y ellos pudieron pasar sin detenerse a ayudar al que iba inmediatamente detrás dada la urgencia comprensible de la carga mortuoria que portaban y que era la comidilla general de los compañeros de infortunio.

Los últimos trecientos kilómetros que faltaban para llegar al próximo pueblo transcurrieron en el mayor de los silencios. El paisaje recorría monótono y sin importancia y los pasajeros, ella, sus hijas, dos turistas franceses, la cocinera y el chofer, habían decidido expulsar sus miradas por las ventanas. Mientras oteaba el horizonte, pensaba que habría habido una tercera opción: haber tomado juntas ese autobús, todas, e ir a otra ciudad más baja y pintar las vacaciones con otros colores. Y nada hubiera pasado. Pero hay una edad en la que tienes que elegir entre tu madre o tus hijas, y ella había elegido a las segundas (puesto que morían de ganas de conocer el desierto de sal)… Como probablemente harán ellas cuando tengan que tomar esa decisión, reflexionó con tristeza.

Cuando llegaron a Culpinaca se dio la vuelta para buscar en su mochila el enésimo Ibuprofeno, miró a sus hijas que lucían cansadas y ausentes, suspiró y se dijo a sí misma: si hubiéramos vuelto…

Pero no lo habían hecho.

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