De corticoides y percebes

De corticoides y percebes

 

La única decisión en la que estuvieron de acuerdo en los últimos meses fue que tenían que hacer algo si no querían finiquitar su ya maltrecho matrimonio. Ella hubiera preferido un crucero de lujo en un trasatlántico ostentoso como los de las revistas, aunque el temor al mareo le hico claudicar. Él se hubiera conformado con todo un fin de semana bajo las sábanas como cuando eran una pareja de universitarios despreocupados. Pero al final, sólo encontraron algo que los dos estaban dispuestos a hacer: el camino de Santiago. Para él era un reto. Para ella una buena manera de endurecer los glúteos y también de ejercitar sus buenas artes como cibernauta: buscó las mejores ofertas en los hoteles con mayor encanto del camino. ¿Qué mejor manera de reverdecer la pasión entre ellos?

Así emprendieron el camino, con él enfundado en su equipo de montaña y ella en chándal último modelo y unas deportivas de tendencia compradas en una subasta de internet que en menos de 5 Km. se declararon en huelga. Se despegaron a dúo como si las dos bostezaran agotadas por el esfuerzo. No quedó otro remedio que llamar a un taxi. Y de esta manera ella descubrió el porteo e inició su particular barbiecamino de Santiago.

Por las mañanas recorría cada pueblo o ciudad intermedia. Con dedicación de entomólogo rastreaba cada tienda que salía a su paso y elegía las mejores ofertas. Después, un taxi le depositaba con sus bolsas en el siguiente hotel. Esos oasis de los que tan orgullosa se sentía. Sobre todo del primero, un cinco estrellas en el que les recibieron con una copita de champán y una vieira por ser peregrinos, lo cual provocó en él una ira sorda ya que se obstinaba en que el verdadero peregrino es aquel que carga con su mochila y duerme en albergues. Y discutiendo sobre las condiciones higiénicas de los albergues, esos antros infectos llenos de ronquidos como ella los definía, se arruinó el romanticismo en su suite. Aunque el integrismo jacobeo de él acabó claudicando al saber que si a esas alturas anulaban las reservas les supondría un coste que no estaba dispuesto a asumir. Más, pensando como estaba en los gastos que le iba a suponer el abogado matrimonialista que tendría que contratar si no quería ser desplumado  por el divorcio. 

Tras cada etapa, al reunirse en el hotel reiniciaban la pelea cotidiana por los enchufes para cargar el móvil, el ebook, el ipad y demás juguetes electrónicos. Después, el se sumergía bajo una ducha caliente y dedicaba toda su atención a sus maltrechos pies cuajados de ampollas que con esmero curaba antes de embadurnarse con una crema cicatrizante a base de corticoides que tenía también la facultad de hacerle encoger con asco la nariz a ella.

Solo se relajaron la noche en la que en la pulpería que tenían enfrente del hotel les ofrecieron unos percebes, su debilidad. Quizá por ellos o quizá por el albariño con que les acompañaron, aunque sin duda el picardías recién comprado que ella estrenó aquella noche también jugó algún papel, hizo nacer en él un deseo tan intenso que creyó irrefrenable hasta que reparó en las desmesuradas uñas postizas que ella lucía, tan semejantes a las de un rapaz que el temor a ser marcado en la espalda como una res aniquiló todos sus pensamientos eróticos. Y aún más cuando escuchó sus explicaciones: “¿A que son bonitas? Son de porcelana y estaban de oferta a un precio de locura. Me han salido genial porque además he aprovechado el salón de belleza para ver la última boda real en las revistas que así no he tenido que comprar. ¡Un chollo! ¿No crees?” Esa fue la antesala a un sueño tan profundo como el abismo que los separaba.

Y así prosiguieron, llenándose de ampollas el uno y de bolsas la otra. Al fin y al cabo, reservorios todos, aunque de contenido bien diferente.

Al llegar a Santiago, con las compostelas ya en su poder, aunque una fuera fraudulenta, se apresuraron a ir a la misa del peregrino. Ambos se emocionaron con el botafumeiro y aún más cuando los nombraron con el resto de peregrinos.

A la salida de la misa recordaron que esa era la segunda vez que salían juntos de una catedral aunque la vez anterior se acababan de casar y esta, tras mirarse a los ojos por primera vez en mucho tiempo sin reproches se desearon: “¡Buen camino!”. Ese que iban a emprender cada uno por su lado.

 

 

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