Santi paseaba por el jardín de su casa cuando le sobresaltó el sonido del móvil. Vio en la pantalla que era Patricia y se puso contento. Hacía casi un mes ya. Le agradaba que ella le llamara.
Patricia y él se conocieron hacía más de treinta años. Eran muy jóvenes entonces. Durante un tiempo compartieron cama, techo, risas y sueños. Fue una época feliz que terminó de golpe. Por “otra” que ni siquiera era real, ella le pidió llorando que se fuera, y él se fue. Desde entonces habían mantenido un contacto esporádico y sólo por teléfono. En los últimos cinco años, desde que ella se divorciara, el contacto había sido mucho más frecuente. Hacía unos meses le llamó y le contó que había iniciado una nueva relación, pero que estaba un poco “deprimida” porque la habían despedido. Santi le propuso trabajar en su compañía (mala idea): en la delegación del Norte había hueco, le dijo, y Patricia aceptó. Ella vivía en el norte.
Y hacía algo más de un mes asistieron a un curso de empresa de tres días, “Puesta a punto, actualización y convivencia”, en un hotel de Navacerrada. Y ahora, casi un mes después, le llamaba.
Contestó la llamada con una sonrisa que se le fue cayendo a medida que Patricia hablaba. La cara de Santi se fue estirando, los labios entreabriendo y cayendo los hombros. Patricia estaba rompiendo su propia promesa de no hablar de “aquello”. No tenía más remedio que hacerlo.
Mientras ella hablaba, él estrujaba una rosa en su puño, más y más fuerte, deshaciendo sus pétalos en breves canutillos deshidratados. Miraba con la boca cerrada el oscilar suave de las ramas de una mimosa, esa acacia que más que hojas parece tener alas. Haz glabro y envés tomentoso, dice su ficha. Así, ahora, se sentía él: el corazón glabro y el alma tomentosa; liso el corazón, sin formas, estirado y el alma enredada en un manojo de lana rebosante de púas.
Cuando se despidieron, Santi quedó como colgando de una percha, sin forma, vencido, y se sintió absolutamente solo. Aún escuchaba como un eco las últimas palabras de Patricia: “Lo siento, lo siento”. Empezó a sentir cómo su vida, dibujada en tiras de película en blanco y negro, iba saliendo por sus poros y deshaciéndose en el aire. Notaba cómo se vaciaba, entre sudores pegajosos y la incapacidad de explicarse a sí mismo lo que tendría que explicar a su esposa.
No era capaz de pensar nada. Sólo sentía. La brisa en la cara, el olor a resina de los pinos, el frescor verde del césped recién cortado. Sólo sentía. Y cada sensación le iba devolviendo, como en un rebobinado, su vida, hacia atrás y hacia dentro.
El teléfono había sonado, justo cuando cortaba una rosa, como una espina imprudente que acabó abriéndole una herida por donde ahora, dos minutos después de los cuatro de la llamada, sangraba sudor y miedo.
Poco a poco, sin moverse, fue recuperando el pensamiento. Y poco a poco también los sentidos fueron perdiendo capacidad de percepción y empezó a abstraer la noticia que sabía devastadora.
Lo que ocurrió aquella noche “de trabajo” en Navacerrada fue inesperado, y nunca pensó que tuviera que explicar nada. Pero ahora no podría ocultarlo, porque las consecuencias ya habían transcendido al acto mismo de infidelidad.
“Ojos que no ven…”. Quizá había pensado eso: su esposa jamás tendría por qué saber qué pasó. Estaba seguro de que no habría nada más. Patricia y él sabían exactamente que aquello empezaba y acababa allí. En su fuero interno, en su conciencia, no sentía la carga de haber engañado a su esposa. Y a Patricia la conocía bien. Ella jamás haría nada que pudiera ponerle en ningún aprieto. Pero ahora, increíblemente, todo eso quedaba obsoleto.
No es fácil encontrar a alguien que nada te pida pero que continuamente te dé. Alguien dispuesto a quererte sin exigirte nada a cambio. Alguien que cuando te ve se alegra pero que nunca irá a buscarte. Alguien que te acompañará adonde tú quieras pero que nunca estorbará tu camino. Alguien que te escuchará si tú le hablas pero que nunca te juzgará. Es un regalo del cielo tener a alguien así. Y lo iba a perder.
Ahora, irremediablemente su esposa lo tenía que saber. Ya le había sido infiel. No quería ser también canalla. Pero aún después de casi treinta años de convivencia, se sentía incapaz de prever la reacción de su mujer ante una noticia así. Y no podía esperar mucho, porque el tiempo era fundamental para intentar evitar males mayores. Tendría que hacerlo antes de llegar a conclusión alguna, antes de poder siquiera articular la forma en que se lo diría. ¿Tendría que empezar con el estúpido “tengo que hablar contigo”? Decidió que no, que eso sería peor porque la pondría en guardia: prefería lanzarlo de golpe, y que ella lo recibiera como un chorro de agua fría, inesperado y paralizante.
Después de comer, en la cocina, se atrevió. Le dijo que le había llamado Patricia —ella ya sabía que habían estado juntos en el curso—, y le contó todo lo que le había dicho y que, como el humo explica el fuego, así explicaba lo destructor del hecho.
Su mujer escuchó callada, sin interrumpir, hasta que Santi terminó.
— ¿Por qué me lo cuentas? ¿También me afecta a mí? —preguntó Lorena, quizá esperando, suplicando un “no” claro. Pero no hubo ningún no, sólo un gesto de asentimiento silencioso que Santi hizo con la cabeza mientras tragaba saliva y abría la boca buscando más aire.
Lorena miraba a su marido con ojos incrédulos. Tenía delante de sí al hombre con el que había compartido más de media vida, y sus palabras empezaban a dolerle. Respiró hondo. ¡Cómo tan pocas palabras pueden destruir tanto! Sólo una fue suficiente. Gonorrea. Pero no, las palabras no destruyen nada. Sólo explican la propia destrucción.
—Serás cabrón…—y el adjetivo quedó suspendido en su rabia.
FIN
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