I.- El ayer permanece.
A pesar de lo separado que parezcan estar los días y los años a través del tiempo, siento que soy la misma mujer viviendo diferentes circunstancias. Siento que soy un ovillo de hilo de algodón blanco que necesita el discurrir de los días para entretejerse con la realidad. Siempre cambiante y, a pesar de todo, siempre la misma. Mi inconsciencia no me libra del error ni de las consecuencias de mis decisiones. Sentada en alguna parte del universo que ahora no consigo entender, dibujo patrones con esperanzas, corto telas con paciencia y confecciono un traje que conmemore a los seres que perdí.
Coso, tejo y bordo porque es lo que me queda de aquella infancia cargada de jazmines, porque es lo que me dieron en la vida y porque es lo que puedo dar.
Sin marido, todo cambia. Desde que él no está, mi vida es mayor incertidumbre en la que mañana habrá o no habrá. Mañana comerán mis hijos o no comerán. Según mi ánimo, mañana reiré o lloraré.
Lo que sí que tendré, serán estas manos, agujas, alfileres, hilo y telas. También tendré esta boca para pedir, pase lo que pase, algo más digno para los dos frutos de mi vientre. Y en la última etapa de mi vida útil, me atreveré a hacer algo que no me han enseñado: conseguir solo con mi inteligencia y mi cultura un trabajo que me permita disfrutar del hilo blanco de la vida.
(Mi abuela Araceli en el clínico como pinche de cocina pocos años antes de jubilarse).
II.- El hoy se escapa.
Trece años de edad, tal vez no los suficientes pero sí los que la vida considera necesarios para encontrarme cara a cara con un pie inmóvil en esta ortopedia de Barcelona. Un pie que representa el destino diseccionado moviéndose por mí. Vivo con la sensación de que todo está hecho y mi único deseo es trabajar para salir de donde estoy, para tener lo que nunca tuve. Mi madre pide y yo acato, porque no tengo otra opción.
Así es como a los dieciséis acabo en esta oficina de Jaén rodeada de cuentas, facturas y hombres. Hombres que se encargan de enseñarme un oficio a cambio, durante un tiempo, de la gratuidad de mi trabajo. Hombres que se ocupan de ser lo que nadie duda que no sean. Hombres que saben cómo debo de trabajar y que sobreentienden cuál es mi función en su territorio. Territorio del que no puedo formar parte y al que tengo estricto acceso de nueve a dos y de cuatro a siete. Para pisar de puntillas con mi pie inmóvil esta oficina, me ciño a sus normas, hago mi trabajo, doy todo lo que tengo y me voy. Salgo de aquí resignada y sin rechistar porque es cuanto puedo hacer. Es más, no sé hacer otra cosa. El intercambio, me permite suplir mis necesidades y las de mis hijas. Porque sin marido, de nuevo, la vida reincide en sus costumbres.
Por fin, han pasado cuarenta años, podré disfrutar de mi jubilación. Cuarenta años entre cuentas, facturas y hombres. Cada día en esa oficina recibía esperanzas del día en que me jubilara. Sin embargo, la crisis y los hombres de esta empresa, se las han llevado. De nuevo el pie inmóvil diseccionado. No nos han pagado los dos últimos años de nóminas, dicen que van a declarar pérdidas. Lo gracioso e irónico de todo es que ellos no saben lo que yo sé de su dinero. Aun así, ellos siguen siendo lo que nadie duda que no sean y saber lo que sé no me salva de la jubilación que no podré conocer.
Por suerte, me conformo con poco y a ellos no los volveré a ver. Así que me quedo con mis libros y con la satisfacción de que el dinero que recibo, ha sido por mi trabajo de hormiguita laboriosa.
(Mi madre Martina en la oficina en la que trabajó cuarenta años como secretaria, tras un ERE se fueron todos los empleados antiguos a la calle).
III.- Y mañana… tal vez mañana.
La mutabilidad de la historia abriéndose camino a través de sus propias repeticiones. Conozco la historia de mi abuela y mi madre porque tengo la sensación de haberlas vivido. Sé que aunque no tengamos recursos, tengo que estudiar si quiero prosperar. Quiero tener acceso a un trabajo que me ayude a sobrellevar el entretejido de la vida y este pie de mi madre que parece estar atado por el hilo blanco de mi abuela.
Haré todo lo necesario para llegar a ese trabajo, aunque aun así, no lo conseguiré. Cuando me licencie llegará la crisis y el pie atado, seguirá estando.
Así es como me enfadaré y gritaré, ¡ya basta! Solo conozco vidas de mujeres trabajadoras que soportan a sus espaldas acciones y decisiones ajenas que tienen más poder sobre su trabajo que ellas mismas.
Así es como volveré a hacer todo lo necesario de nuevo: cambiaré todo lo que tenga que cambiar, estudiaré distintas materias, hablaré con quien tenga que hablar, pediré ayuda a quien tenga que pedirla y me adaptaré al hilo lo necesario como para poder soltar definitivamente el pie atado. No sé si podré, pero lo voy a intentar. A esto, le llamamos emprendimiento. Emprendo los lunes, los martes, los miércoles, los jueves, los viernes y también los sábados y los domingos. Hoy he cerrado una venta con un cliente, y mañana… tal vez mañana, cierre otra.
(El logotipo de mi escuela online de crecimiento personal y espiritualidad).
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