Siempre he oído que cuando se te pone dura es complicado acordarse de Dios. Esa máxima presidía los tiempos en los que Ricky Rojas era el hombre de confianza de Montxo Uría, el gerente de Serkonsul. En aquella época, aún quedaban por desfilar muchos días de gloria antes de que a Ricky le dieran boleto después de jugársela a Uría. Más tarde, se supo que, al gerente, la traición de su protegido lo sorprendió en un taxi sin aire acondicionado; con las axilas tan empapadas como las del maestro Benavente, aquella tarde en la que, durante la suerte de banderillas, los silbidos de los anti taurinos ahogaban la banda de música. Cuentan que Uría afrontó la adversidad igual que el torero: no dijo nada, solo eructó.
Eran días de Armani, Maldivas y Audis con olor a bragas de serie. Dicen que, en aquellos años, Ricky hubiera podido ocultar a todas sus amantes debajo de cada pétalo de rosa dispuesto sobre la cama del hotelito de Cancún donde celebró su boda. Por aquel entonces, la recesión solo era una palabra que sonaba a marca de perfume barato. Si conseguías el cariño de una silla influyente, los contratos públicos eran como fruta madura creciendo en un huerto sin vallar, donde el perro que vigila te lame la mano al verte. Los billetes parecían melones cayendo de un árbol. De hecho, Uría solía marcarse el vacile de que, con solo un par de llamadas, era capaz de quitarle a los melones la mala costumbre de crecer en el suelo.
Nada más ser contratado como conductor de Ricky, me percaté de que en Serkonsul se trabajaba más de lo conveniente. Lo supe por la cantidad de veces que tenían que cambiar el espejo del baño, cuando no había nada donde cortar la coca. Aquel ritmo no lo aguantaba cualquiera. Un día, un tipo que trabajó allí y que ahora pica billetes en la estación de San Bernardino, me dijo que algunos empleados llegaron a jugarse cantidades importantes apostando por el número de contratos, bajas o despidos, que acabarían tramitándose al final de cada semana.
Recuerdo que el despido más sonado fue el de Fito Hernández. Una tarde de agosto, lo pescaron en los servicios de señoras dándole lustre a su virilidad, mientras Laila Nadal —solo moviendo la lengua para pronunciar su nombre ya estabas excitado— vaciaba la vejiga en el excusado colindante. Dicen que a Hernández no se le bajó la erección hasta que Ricky no le puso sobre la mesa el finiquito y tres chistes crueles.
Durante los viajes largos, Ricky acostumbraba a sincerarse. Supongo que se debía al hecho de que hablo poco; o a que conduzco como un pianista interpretando a Debussy con las manos en los bolsillos. Recuerdo que se vanagloriaba de cómo liquidaron la denuncia por mobbing que un tal Jorge Oliva interpuso contra Serkonsul. Me contó que a Uría le bastó una llamada para que sobreseyeran el caso. Al día siguiente, Ricky se encontraba en su despacho despidiendo a Oliva, mientras dibujaba con sus dedos una cruz en el aire. Minutos después, aquel tipo estaba tumbado en la parada del autobús con un cheque en el bolsillo, un recado en los riñones y su futuro laboral a no menos de quinientas millas.
Una vez, Ricky me habló de una tal Tina Rugel. Me dijo que, una mañana, mientras se reía sin decoro de la fecha de caducidad de una botella de Cardhu, la hizo entrar en su despacho haciéndose el despistado. Al parecer, la chica quería largarse, pero aquello contravenía la consigna de Uría: “De Serkonsul no sale nadie sin al menos un colon irritable”. Tina le soltó que trabajar en ese lugar era como remar en galeras; que a veces dudaba si aún seguía con vida; que prefería irse a Roma a peinar tomos en la biblioteca de la embajada, a cambio de una beca sin remite. Ricky la escuchaba atónito. Entonces, ella dijo: “He oído que, cuando subes al Gianicolo, de lo primero que te das cuenta es de lo bien que sabe el Lambrusco brindando en un vaso de plástico”. Puede que el aire acondicionado llevase demasiado tiempo fallando. O puede que los gemidos de la mujer de Uría aún le acariciasen los oídos. El caso es que, cuando vino a darse cuenta, Ricky estaba cursándole la renuncia a aquella chica, mientras le tendía un pañuelo para que se enjugara una lágrima de alivio; de esas que, cuando caen, suenan a Tom Jobim.
Ya ha llovido bastante desde que Uría pateó a Ricky en la entrepierna con una vistosa media chilena antes de despedirlo; aunque no tanto desde que la viuda del gerente liquidó la empresa y se largó a Miami con un bolso de Prada y dos prótesis de silicona nuevas. Desde entonces, los días de Ricky transitan a medio camino entre un frigorífico estropeado y la sospecha de una hernia de hiato. A veces, cuando está de bajón y la acidez le saca ventaja a sus canas, pinta en el aire unos días en Roma, y se imagina a sí mismo esquilmando su anémica cuenta bancaria junto a la rubia que sirve en el Malevo. Aquello le arranca un hilillo de sudor que le adereza el bigote con la salinidad de una amante sobrada de confianzas. Solo entonces, olvida las manchas que dejan en su traje los morosos que le asigna su nueva empresa, a cambio del sueldo de un ascensorista.
Algunas noches, cuando la recaudación ha ido fina, Ricky me llama para vernos en el Malevo. Dice que allí se relaja midiendo el tiempo que le queda antes de que le revienten los zapatos. Suele traer ese gesto de derrota que solo la rubia del Malevo logra desbaratar, cuando aparece para servirle un Cardhu sin hielo y una sonrisa desesperada. Para entonces, yo ya llevo un rato rezando para que esa noche Ricky no sienta la obligación de espantarle los moscones a la camarera, con alguna promesa inviable y varias sillas rotas.
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