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Estimado Alfonso:

Nos conocemos desde pequeños y te tengo por hombre honrado. Recuerdo con nostalgia pero también con gozo los días en que fuimos compañeros de pupitre. Cuando exhumo mis recuerdos puedo verte serio y concienzudo, con tus eternas gafas de concha que ocultaban una mirada miope y concentrada.

Recordarás, tú también, Alfonso, a ese niño reservado que compartía clase contigo. He seguido siendo cauto y comedido. Una larga vida y un cierto sentido de la resignación han reforzado mi tendencia natural a permanecer callado cuando nada se gana hablando. 

Estos días, aunque sé que parecía ausente, podía sentir tu mirada tras las gafas de concha, preguntándote y preguntándome si no iba a decir nada.

Pues, bien, ahora que el azar nos ha reunido en tan extrañas circunstancias, creo que, en atención a nuestro viejo conocimiento y a la posición que ocupas en este asunto, te debo la explicación que hasta ahora he callado.

Pertenezco, como sabes, a una larga saga de joyeros. Cuando mi abuelo llegó a España procedente del Líbano, en los años 70 del pasado siglo, portaba como único equipaje sus portentosas manos de orfebre y esa mirada con la que era fama que era capaz de tasar la pureza de un brillante al primer vistazo. 

Había comenzado a obtener un discreto éxito como joyero, en esa Suiza que fue el Beirut de su juventud, cuando su vida dio un vuelco con la guerra que asoló al país. Los fuertes lazos gremiales que unían a artesanos y comerciantes cristianos, judíos y árabes se disolvieron como melaza en el odio fratricida de aquella contienda. 

Gastó sus ahorros en escapar de aquel infierno y partió al exilio pobre y despojado como un Edmond Dántes. Pero mi abuelo traía en su cabeza todo el saber gemológico del viejo oriente; la memoria de sus tesoros y creaciones y al mismo tiempo el contacto con millonarios europeos, que buscaban precio en Beirut para sus tallas, le había iniciado en los secretos del corte escandinavo moderno. Pronto abrió su primer taller en Madrid y sus obras fueron codiciadas por la alta sociedad.

Durante nuestros años escolares, nuestro taller, a pesar de su renombre, seguía siendo bastante artesanal. Mi infancia transcurrió observando como los  tesoros arrebatados a la tierra eran luego desbastados por manos expertas y engastados en metales preciosos. Cada tarde veía los rostros de mi padre y sus hermanos inclinados sobre sus mesas de joyero, manejando pinzas, fresadoras y arcos de calar. Era un trabajo minucioso, las espaldas se encorvaban sobre la mesa, el cuerpo permanecía inmóvil, como orando, sólo las manos y la vista trabajaban; parecía que nada existiese más allá de la imagen que les ofrecían sus lupas de un ojo. Aquellas joyas tenían que ser tan buenas para hablar por el hombre que las adquiría y decir con el lenguaje secreto de las gemas aquello que él no habría sabido decir de otra manera. Querámoslo o no, Alfonso, como enseña Cassirer, somos animales simbólicos.

Tras los sucesos que azotaron a España y Europa en el año 32, tuvimos que abandonar todo una vez más. Algunos, como sabes bien, aprovecharon  la pavorosa crisis de aquellos años para convencer a los que habían perdido todo de que los culpables de su ruina éramos los que todavía poseíamos algo. Nuestro apellido árabe no ayudó y mucho menos la entrada en política de mi bella y locuaz hermana Haifa. Recordarás como esa poderosa directora de medio, de la que tanto hemos oído estos días, desató contra nuestra familia una brutal campaña tildándonos de ¨lacayos extranjeros de los plutócratas¨.

Cuando grupos armados, ciegos de odio, como aquellas falanges del Líbano, buscaban puerta por puerta a ¨los culpables de la pobreza del país¨, nosotros estábamos en todas las listas de chivos expiatorios. Sólo con la ayuda de algunas manos amigas conseguimos salvar el pellejo.

Mis hijos, Alfonso, han crecido en otro país y hablan una lengua distinta a esta tan querida en la que te escribo, pero trascendiendo países, lenguas y credos, sus manos han continuado ese dialogo con la piedra que iniciamos hace tantos años.

Hoy somos prósperos de nuevo. Mis hijos han inventado y patentado nuevos tallados, y ¡fíjate, Alfonso, nuestro nombre se estudia ahora en los libros de joyería y gemología! 

A veces pienso si nuestro apellido libanés, Fuad, que significa entraña o corazón, no reservaba para nosotros el extraño designio de laborar por siempre con la materia escondida y palpitante de la tierra.

Fuad fue también el nombre que mi padre le dio a su talla mas querida, la que regaló a mi madre en sus bodas de plata: se trataba de una piedra única, tasada en una cifra fabulosa en aquella divisa europea que, como todo lo demás, como nuestra infancia, como el país que conocimos, el tiempo se encargó de reducir a poco más que a una curiosidad arqueológica.

Para mi padre ese brillante lo simbolizaba todo; era como si en esa joya, el Fuad, salida de sus manos, hubiese cristalizado el sudor de generaciones enteras, nuestro esfuerzo de errantes exiliados y el amor que sentía por mi madre y por nosotros.

Muertos mis padres en tierra extraña, y cuando la situación lo permitió, regresé a España para pasar mis últimos años. Yo ya había perdonado y olvidado todo cuando descubrí, casi por casualidad, las manos que lucían ahora el Fuad. Eran las mismas que nos habían condenado al destierro. 

Concluyo ahora, Alfonso, con una confesión y usando el tratamiento con el que debí encabezar esta carta.

Acepto, señor fiscal, la pena que su señoría solicita, porque, sí, fueron mis manos las que empuñaron el puñal de acero y zafiros. Yo, señoría, labré en el cuerpo de la víctima mi ultima talla; un rosario de ópalos de fuego llameó en su pecho con el mismo fulgor del brillante que exhibían sus manos artrósicas y usurpadoras. 

Nada más tengo que decirte.

Tu compañero de pupitre que te estima. 

Salah Fuad Zuñiga

20 de Enero de 2063

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