El nuevo año prometía. Mi vida laboral por fin cambiaba, pero …, el vuelco fue como el de una tortuga con las patas para arriba, sin posibilidad de enderezarse.

Recibí la llamada de mi amigo Luis. Había propuesto a su mejor cliente de la Asesoría que me contratara como Director Adjunto. Nadie mejor que Luis conocía mi trayectoria profesional.

–  Esta vez es un buen trabajo – me dijo. En su voz denoté entusiasmo-. Quiere entrevistarte enseguida.

–  Ahora estoy bien en esta empresa -le contesté-. Sin una mejora considerable, no me muevo.

–  Eso lo tendrás que negociar tú. Yo te he puesto por las nubes.

–  Por probar no pierdo nada. Te envío el “Curriculum”. Gracias.

 Al día siguiente quedé con el cliente de Luis. Supongo que mi aspecto le gustó, pues no ahondó en nada más. Mi experiencia le cuadraba con el perfil que buscaba. Pasé frío durante la entrevista en un gran despacho. Corpulento, no muy alto y con una recortada y estrecha barba, no paró de hablar de sí mismo al tratar de explicarme su negocio.

El apretón de manos como firma del acuerdo, reactivó en mí la ilusión, esa noche de Reyes. Director Adjunto… y con más sueldo.  

Me levanté temprano mi primer día de trabajo. La nevada del día anterior dificultaba el transporte. Miré el reloj y comprobé que tenía tiempo. Me acerqué a la estación en mi coche. A las nueve ya no había sitio para aparcar. Lo dejé en mal sitio. Saqué el billete y los nervios impidieron que entrase por la ranura en el acceso. El tren se marchaba. Esperé en el andén quince minutos. La vista se me iba al reloj del vagón. Dos grados y las nueve cuarenta. ¿Le llamo? Próxima parada Nuevos Ministerios, cuatro grados, las nueve cincuenta. Al bajar del tren busqué Recoletos y me dirigí al andén indicado. El tren no llegaba. Las diez. Sólo otra estación. Miré los carteles para encontrar la salida.  Eché a correr por el pasillo y por las interminables escaleras hacia la calle. Las diez y diez. Sonó el teléfono. Era Luis.

–  ¿Qué pasa? – me dijo en tono seco.

–  Estoy llegando. Vengo en transporte público … fatal.

Con el paraguas abierto y los pies mojados corrí calle arriba. Al llegar al portal vi a Luis, esperándome. Tenía la cara como un muñeco de cera.

–  Llegas tarde y se ha cabreado – me dijo con voz entrecortada. No quiere ni que subas a la oficina. Dice que, si el primer día empiezas así, tendrá que pensar si te contrata. Que debías haberle llamado.

–  ¿Qué dices Luis?

–  Está encendido y no quiere verte. Venía ya rebotado.

–  ¿No piensa escucharme?

–  Ni que subas.

–  Luis, ¿qué me estás diciendo? He dejado un trabajo, y ahora este tío me va a dejar en la calle, cuando estamos entrando en la peor de las crisis de los últimos veinte años, siendo mujer y con la edad que tengo…, ¡porque he llegado tarde!

–  En cuanto se le pase te llamará, eso espero. Le diré que no has llamado porque en el metro no hay cobertura.

–  No firmé un precontrato porque estabas tú en medio y me fié. No tengo derecho al paro. Mi baja ha sido voluntaria. ¿Me llamará?

–  Vete a tu casa y espera con paciencia. Hablaré con él. Te dije que era muy serio.

–  Pero no que era un intransigente o un psicópata.

Sentada en el vagón casi vacío, recordé la despedida de mis compañeros. Agarré con fuerza el colgante de mi cuello. Era su regalo. “¿Puedes venir un momento?”-me había dicho el director-. Tras la lenta apertura de la puerta de su despacho, unas quince caras sonrientes gritaron ¡sorpresa! Me entregaron un paquete que apenas podía abrir, pues mis dedos, no respondían a mis órdenes. Unas simpáticas palabritas del director, asentidas por todas las cabezas, alabando mi categoría profesional y personal me proporcionaron el calor necesario para apaciguar mi temblor. Entre risas me llevé el cariño, el colgante que me tuvieron que ayudar a poner, y una tarjeta con agradables comentarios de todos.

Como la tortuga volcada, intenté mover las extremidades para recobrar la postura.  Quedé con mi anterior director. “La vuelta atrás es imposible – afirmó – pero lo voy a intentar. Sé que el Consejero Delegado dijo que las puertas estaban abiertas para ti, pero no es el momento. Agarra ese trabajo como sea. No están los tiempos para andar con tonterías”. 

¿Por qué llegué tarde ese día?

Si me llamase, ¿podría trabajar con él? Conocía a ese tipo de psicópatas. Había convivido con uno durante casi treinta años, pero me separé, porque me resultaba insoportable. Sabía cómo los egocéntricos, que se creen dioses porque tienen la sartén por el mango, destruyen a las personas. Así ocultan sus propias inseguridades, sus complejos. No quería trabajar con él.

Luis me llamó. Su cliente me citaba el martes. Acepté el puesto después de pedir insistentes disculpas y llevarme un “rapapolvos” por mi impuntualidad. ¡Le había hecho perder diez minutos de su valioso tiempo! Me defraudé. No tuve el coraje suficiente para enfrentarme a él. No habría sido altivez, sino dignidad. Pero de eso no se come y sentía, más fuerte que nunca, el peso de los míos sobre mi caparazón.  En realidad, me sentía como una tortuga colocada en un tronco que flota sobre un río. Sin poder avanzar porque caería al agua y quieta, a merced de la corriente, hasta que cualquier recodo o rama me precipitase al fondo. No podría estar segura hasta salir del río y caminar en tierra firme.

A los quince días, me despidieron por llegar tres minutos tarde. El psicópata ni apareció, pero me fui serena, con aplomo. Tenía la sensación de que estaba ya con los pies en el suelo. Tendría que volver a empezar, con marcha lenta, con el peso sobre mi espalda. La firmeza me ayudaba. “Tú puedes– me dije – ¡adelante!”

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