La independencia huele a sandía fría.

La independencia huele a sandía fría.

Cuando era niña, soñaba con ser maestra de literatura. No porque amase la docencia, ni siquiera me gusta la literatura. No. Era porque siempre me habían dicho que las maestras vivían muy bien, y claro, yo quería vivir muy bien.

Pero la vida es otra cosa. La vida no es lo que queramos que sea. Desde ese momento, es decir, desde que crecí y descubrí esto, odio las frases optimistas. Creo que también odio a las personas optimistas.

Es 13 de enero de 2013, no soy maestra de literatura, y estoy sola en el aeropuerto de Bucarest. Tengo 47 años, son las siete de la mañana y mi cuerpo es todo miedo.

Me tengo que ir”, me repito una y mil veces a mí misma. Llevo diciéndome lo mismo desde que le di el último abrazo a mi hija, justo antes de pasar el control de seguridad. Siempre he odiado los aeropuertos: huelen a tristeza.También he abrazado a mi marido, pero hay abrazos y abrazos.

Ayer quedé con mis amigas para despedirme. Decían esas frases tan típicas: “es lo que hay”, “ya pasará, y podrás volver”. Sé que es lo que hay, gracias.

Esas frases son horribles e innecesarias. No aportan nada nuevo y van vacías de consuelo. Una persona en mi situación necesita es lo que necesita, si no encuentras las palabras para consolarme, cállate.

Una de mis amigas hacía alusión a mi espíritu aventurero. No me reí en su cara porque creo que aún las respeto algo. Eso es porque realmente no somos tan amigas. Las amigas de verdad ya han perdido ese respeto que supone no reírse de opiniones y comentarios absurdos entre ellas.

Ella hablaba del espíritu aventurero. Que sí, que está muy bien. Pero yo tengo 47 años, y el espíritu aventurero se quedó por el camino. Creo que especialmente lo perdí el día que cometí el error más grande de mi vida: casarme con un hombre del Paleolítico. Ahí, justo ahí, se perdió junto con tantas otras cosas.

Subo al avión.

Jamás pensé que a mi edad pudiera quedar toda mi vida atrás.

Cuando la vida queda atrás. Cuando la vida queda atrás.

Llevo ya una semana en Inglaterra.

Una vez leí que el idioma no era una barrera. Es mentira. El idioma es la barrera más grande que existe.

Eastbourne se llama la ciudad. Es acogedora, y la playa le da un encanto especial. Un encanto que solo da el olor a sal marina.

Aquí no siento nada mío. Ni siquiera mi habitación. Es desagradable vivir en un espacio que sabes que no es el tuyo. Y quizás nunca lo sea. He encontrado alguna tienda que vende cervezas de Rumanía, y he llenado mi nevera con ellas. Me ha dado por hacer patria, aunque mi patria jamás haya hecho nada por mí.

He mentido antes. En mi habitación sí hay algo mío: una botella de whisky. Siempre me ha gustado el whisky, aunque nunca tanto como en la última semana. ¿Debería preocuparme? No lo sé. Solo sé que nunca me he sentido tan libre.

Mañana empiezo a trabajar en una residencia de ancianos. No sé qué pensarán de mí. Al fin y al cabo, solo soy una mujer que carece de todo en la vida. Por carecer carezco hasta de ese color bonito que solo da la salud.

Cuando ya creía que era imposible, estoy haciendo muchas cosas por primera vez en mi vida. Ayer recibí mi primera nómina. Matizo: la primera que no lleva aparejada mostrársela a nadie. A nadie.

Hay que vivir con cadenas para entender qué es esa libertad.

Lo celebré con más cervezas y mejor whisky. La calidad de mis borracheras solitarias aumenta de forma proporcional a mi libertad.

El tiempo pasa. No estoy segura de si me estoy adaptando a mi nueva vida. De lo que sí estoy segura es de que mi nueva vida se está adaptando a mí.

Trabajo con personas mayores. Realmente no las definiría como mayores, sino como más humanas que nadie. Y me están haciendo a mí más humana. Tampoco sé describir esa sensación, pero es como si te pasas años oliendo a podrido y, de repente, descubres que fuera huele a sandía fresca.

No sé cómo se describe el sentirte querida, valorada y necesaria. Algunos lo llaman “útil”, pero yo odio esa palabra cuando a personas nos referimos.

Las manos de la experiencia.

Las manos de la experiencia.

Se acerca la Navidad. He decidido no ir a Bucarest, y mi hija ha decidido no venir a verme.

Decidí pasar la Navidad trabajando porque este último año mi trabajo me ha dado la vida que me habían robado en los 47 anteriores. Mi trabajo me ha hecho libre y feliz. Mi trabajo son personas, y esas personas y yo nos merecemos brindar juntos. Y lo vamos a hacer. Formas hermosas de pagar deudas de felicidad.

Adoro el sonido del champán al burbujear.

Estamos a 13 de enero de 2014. Cumplo un año: ¡Feliz cumpleaños a mí!

Mi hija vendrá a verme a finales de este mes, le daré esta parte de mi diario para que la lea y sé que entenderá mi decisión. Mi hija no es su padre, afortunadamente. Recé tanto por ello.

Hoy he brindado acompañada por el año 2015. En su habitación: la de mi hija. Justo al lado de la mía.

Brindamos por nuestra nueva vida. Juntas.

Hasta hoy no he descubierto la auténtica felicidad que esconden las burbujas del champán.

Las burbujas.

 Las burbujas de la felicidad.

Llevo unos meses leyendo frases optimistas. Y ya no odio a nadie.

Playa Eastbourne.

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