Hace días que estoy con una fuerte gripe  y, desde que Víctor llegó a casa, es él quien me trae el desayuno y me obliga a tomarlo. Hoy jugueteaba con la taza de té, después de tomar sólo unos tragos y descubro el diseño de  la taza con plumas que un día compré, especialmente para mí, pero quedó olvidada en el último estante… No son plumas de pájaros – también me gusta ese diseño- son lapiceras a pluma, diferentes diseños de aquellas lapiceras que algunos aprendimos a usar en la escuela, mojando en el tintero, cuidando de no hacer manchones si la dejabas posada sobre el papel, manchas de tinta que marcaban el pupitre por siempre…
Fue en tercer año que empezamos a escribir con tinta, pero yo hacía un tiempo había aprendido a usarla con mi padre, y él me había enseñado los mejores secretos para cargarla, para escribir sin manchas, para mejorar el trazo, el impulso justo que debía darle a la mano para marcar los tildes, las comas, los puntos que, aunque parezca increíble, eran muy difíciles de lograr prolijamente. Y ahí creo que empezó mi amor por la taquigrafía. En ese escritorio de la calle Soca, en el que conocí a grandes personalidades, en el que entraban famosos periodistas con las cámaras para entrevistar a mi padre, ahí fui moldeando mi futuro…Y fue mi padre quien me enseñó a escribir a máquina, el orden en los papeles, a llevar una agenda, a abrir sobres sin romper el contenido. Y fui yo quien le gasté carbónicos, quien le cambiaba el color de la cinta de la máquina, le terminaba los sellos de correo y le abría todas aquellas cajitas con ganchos, gomitas, clips…  tesoros maravillosos mezclados con el olor a cuero, el perfume de papá, la calidez de la madera y el frío de los hermosos tirantes de bronce de los cajones. En esos años previos a la dictadura, papá llevaba ya cuatro legislaturas como Representante Nacional y en ese momento era Senador de la República. Toda su vida dedicada a la política, entendida de la mejor manera, con honestidad y voluntad de servicio. 
Decidí estudiar Secretariado Ejecutivo, una carrera corta para tener un título, que era la condición que me habían puesto mis padres cuando Víctor dijo de casarnos. Era lo que me gustaba y nunca tuve muchas ambiciones: formar un hogar, tener hijos y trabajar, si venía el caso. Parecía que me había convertido en una «chica normal». Y en realidad allí comenzó la gran aventura de mi vida…
Terminé el secretariado con la mejor nota. En ese momento escribía 120 palabras por minuto en taquigrafía. Me llamaron de los mejores puestos para trabajar, pero la misma semana que di el último examen, me casé y me fui a vivir al medio del campo, sin luz y sin agua, y dejé atrás la máquina de escribir, los libros de contabilidad, los blocks de taquigrafía, los zapatos altos y las minis de los uniformes de los ’80. Los cambié por unas bombachas de campo, horas y horas de trabajo, atardeceres incontables y los mejores años de mi juventud.
Pero un día todo cambió, volvimos a la ciudad y Víctor y yo a buscar trabajo. Víctor entró en una compañía multinacional por sus condiciones y yo en la Junta Departamental de Soriano, por concurso. Recuerdo las palabras de mi padre: «la honestidad y la lealtad al lugar de trabajo son intrínsecos del trabajador».

La taquigrafía es una noble profesión, pero la mayoría de las personas no saben ni siquiera que existe. En nuestro poder legislativo el taquígrafo es el salvaguarda de la democracia, el que registra las exposiciones y motivos para aprobar tal o cual ley. El taquígrafo escribe a la misma velocidad de la persona que habla, con signos. No puede detenerse a pensar lo que escribe, a razonarlo, porque se pierde velocidad y, por lo tanto, el hilo del discurso. En el momento de la transcripción, es cuando se aprecian las palabras, se recuerda el tono y la cadencia del expositor, y todo lo que puede trasmitir a través de la voz y los silencios. Pero nada de eso queda en el papel, sólo las palabras exactas, las frases reensambladas para que tengan una lógica y sigan las reglas mínimas de nuestra hermosa lengua. 

Durante muchos años disfruté de mi trabajo; cuando aún no había llegado la informática, logramos reordenar la biblioteca, las ordenanzas y con la llegada de las computadoras, se nos abrió una puerta mágica para archivar,  armar programas, lograr búsquedas más rápidas. Es un trabajo anónimo, es un apoyo al legislador, que es quien se lleva los méritos, pero es también el amor a una profesión, el placer de hacer las cosas lo mejor posible sin esperar nada a cambio.
Nada a cambio significa que no  interesan los halagos, que uno lo hace porque es su deber y una satisfacción. Pero nada a cambio también tendría que implicar  el no recibir gritos ni malos tratos de seudo patrones que circulan por períodos en el Legislativo y que creen, además, que se les debe de rendir pleitesía por el simple hecho de ocupar un espacio que el pueblo les ha prestado.
El mundo ha cambiado, pero acaso no hay valores que no tendrían que cambiar nunca? Sin embargo la mentira, el chisme, la mediocridad, se ven premiados en esta sociedad que parece haber perdido el rumbo y avanza caminando al revés.
Hoy, yo, la taquígrafa, me pregunto: vale la pena el esfuerzo de seguir dando lo mejor de mí misma?  Vale la pena continuar transcribiendo discursos vanos, frases huecas, sin sentido, que no aportan nada a nadie? Vale la pena dejar constancia en la palabra escrita de tanta vacuidad, para las generaciones venideras?
Miro el cielo azul desde la ventana, floreció la madreselva …  

Y me respondo: vale la pena vivir la vida según nuestras convicciones e ideales. Los otros… Allá arriba serán juzgados por sus obras.

 

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