ÉL
Salgo del despacho y me acerco a ella. Le pido información sobre uno de nuestros mejores clientes: datos de facturación, previsión de cobros y poco más. Rodeo su mesa y me coloco junto a su silla, para poder ver la pantalla. Le solicito que me haga una simple tabla en Excel con los datos que me va dando, mientras permanezco de pie, muy cerca.
Me gusta como huele, y ese aire de cierta superioridad cuando me mira, pero más me gusta ver como se tambalea esa especie de nudo que se ha hecho en el pelo para que no le tape la cara mientras teclea. Necesito tocarla, siempre me ha parecido que el tacto es el mejor de los sentidos y aprovecho para quitarle el ratón de la mano mientras apenas rozo sus dedos. Me inclino más sobre el teclado y ella se aparta hacia atrás un poco en la silla. Vuelvo a mi postura erguida y ella continúa buscando los datos que necesitamos. Me gustan la proximidad de su cuerpo y la tensión de la situación.
De nuevo, se atasca en una de las fórmulas y vuelvo a inclinarme sobre el ordenador. Mi corbata cae un poco sobre su hombro y ella le da un tironcito, que me sorprende y me pone tan nervioso que se me escapa una sonrisa.
Mi mente dice para y mi cuerpo dice abandónate.
El gerente de la empresa entra en escena y se une a nosotros, por lo que me coloco mi fachada profesional y terminamos de darle forma a la hoja. Le pido que le envíe un email al cliente, que le voy dictando. Ella se empeña en cambiar lo que le dicto a su manera. No discuto, mejora mi discurso y a estas alturas nada me importa en absoluto, salvo que todo sea una mala pasada de mi imaginación.
Envía el email y yo me siento en la mesa del gerente a terminar de despachar unos asuntos con él. Mientras, la observo apagar su equipo y colgarse el bolso, apresurada. Llega tarde a algún sitio. Se despide con un “hasta mañana” general. No me mira al salir. La desnudo con la mirada mientras coge la puerta.
Al minuto, mi móvil sobre la mesa se ilumina. Recibo un sms. ¿Un sms? Alucino.
ELLA
Se acerca a mi mesa pidiéndome que le proporcione unos datos sobre el cliente que nos ocupa. Rodea mi escritorio y se coloca muy cerca junto a mi silla. Me pone nerviosa sentirlo tan próximo y trato de concentrarme en lo que me está pidiendo. Se queja de mi manejo rústico del programa, no me ofende, es cierto. No me gustan los números ni la informática, mi conocimiento me alcanza para poder sobrevivir en el mercado laboral, no más.
Me quita el ratón de la mano, inclinándose sobre mí y haciendo que su corbata me caiga sobre el hombro derecho. Me muerdo los labios y me llamo al orden. Él vuelve a colocarse erguido junto a mi silla.
Continúo trabajando, pero al poco, me corrige una fórmula. Vuelve a inclinarse sobre el teclado, me gusta su olor a hombre, y tengo que apartarme un poco en la silla para no tener que pegarle un mordisquito en el brazo. Termina de teclear y sigue manejando el ratón. Su corbata vuelve a estar sobre mi hombro. ¿Me está provocando? Me siento tentada de agarrarle por la corbata y meterle la lengua en la boca. En lugar de eso, le doy un tímido y travieso tironcito. En mi interior, cierro los ojos, avergonzada por lo que acabo de hacer. En la realidad, sigo con la mirada fija en la pantalla, como si no hubiera sido yo. Él se ríe. ¡Bien!
Mi jefe vuelve de comer y se suma a la mini reunión. Terminamos de elaborar el cuadro y empieza a dictarme un email para que lo envíe al cliente, aunque yo lo voy redactando a mi manera, esto lo hago mejor que él.
Mientras apago el equipo, él se ha sentado con mi jefe, hablan de algunas cosas. Me apresuro a recoger todo y salgo pitando, llego tardísimo. Digo “hasta mañana”, pero a él no lo miro a los ojos. Sin embargo, me siento terriblemente juguetona, y antes de arrancar el coche, sentada frente al volante, le mando un mensaje al móvil.
Me ha gustado la corbata.
Me arrepiento sobre la marcha, ya sobrepasé el límite. Quito el freno de mano y me dispongo a poner tierra de por medio que alivie mi vergüenza. Antes de llegar al primer stop recibo su respuesta.
A mi tú.
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