No todo lo cuadriculado es recto

No todo lo cuadriculado es recto

Un ligero desasosiego lo despertó del letargo matinal: no acababa de creerse que hubiera olvidado besar la imagen plastificada de su santa patrona, la que ocupaba un lugar preferente en su mesa, la que cada día, al empezar la jornada, sacaba con devoción contenida del acolchado refugio que le había preparado en la gaveta superior. «Quizá sea por la preocupación», se consoló. Quién iba a decirle a él, casado en la cuarentena con una mujer diez años más joven, que sin cumplir el quinquenio ya iba a tener problemas de salud.

Comprobó el funcionamiento del teléfono mientras desenredaba el cable del auricular, rasgó el envoltorio de un paquete de folios y colocó la mitad en la impresora, revisó el estado de la tinta en los sellos, alineó los fechadores, abrió la gaveta inferior de donde extrajo una botella de cristal que fue a rellenar con agua ionizada, facilitada por la empresa después de haberla estado reclamando unos cuantos años.  

En el baño lavó el vaso con esmero y luego lo secó con dos toallas de papel. Volvió a su sitio. Colocó el vaso justo a 25 centímetros del borde de la mesa y a 10 de la impresora. Esa era la medida que le permitía desplegar, sin miedo a derramar el agua,  el diario deportivo que leía entre las 8:30 y las 9:00, hora en que abrían al público. Ninguna noticia consiguió borrar la imagen de su mujer confesándole que iba a darse unas sesiones de radioterapia, pero que no tenía que preocuparse. «Qué fácil es decirlo», masculló para sí mismo.

 Hizo un último intento por centrarse en el periódico. Ahí estaba en una fotografía a toda página: el coche que le apasionaba. Habían hablado del modelo que sería su próxima adquisición. Esperaría a la extra para dar la entrada y lo estrenarían en las vacaciones de verano. Si se ponía bien, hasta dejaría que eligiera color. No, mejor no, que era capaz de decantarse por cualquier horterada.

¿Y ahora qué? Habría que esperar a ver qué pasaba. ¿Y qué iba a decir a su madre? La había convencido para que fuera con ellos al apartamento de Guardamar. Seguro que, cuando se lo dijera, pensaría que era una excusa para no tener que reconocer que su nuera no quería que los acompañara en las vacaciones. Le vinieron a la cabeza los consejos de su madre el mismo día en que ella cumplía sesenta y cinco años: que se buscara una mujer, que ella no iba a vivir siempre y él necesitaría alguien que le cuidara, que le lavara y le planchara para ir a trabajar como dios manda.  Sería mejor que se lo contara ella, «que entre mujeres se entienden mejor».

A las nueve menos diez descubrió con horror que se había olvidado del fax. Por segunda vez en los dieciocho años en que llevaba comprobando si había entrado alguna documentación por el fax, como parada obligada en el trayecto a rellenar la botella de agua, se había olvidado. «Esto va a acabar conmigo». Le volvió un recuerdo ingrato. Como le volvía a la boca un regusto amargo cuando se pasaba con el vino. Revivió la sensación de la otra vez, cuando se olvidó de revisar el fax, el segundo lunes del mes en que tuvo a aquella maldita mujer de compañera en la oficina. Menos mal que al final consiguió convencer a la dirección de que él solo podía con todo el trabajo. No necesitaba ayuda y menos de aquella, la de la mirada de superioridad, la que se permitía darle lecciones, la que, casi con seguridad, hablaba mal de él a cada tipo o tipa que se sentaba al otro lado de su mesa. Con ella delante durante más tiempo, sí que se habría vuelto loco. Cada día sacaba una historia: que le has dado una mala información, que no era eso lo que te estaban preguntando, que esto no se hace así, que te has equivocado. Mil veces bendijo el día que, desde personal, le comunicaron el traslado inminente de la sabihonda.

Y ahora que todo estaba encarrilado, le llegaba otro mazazo que no estaba seguro cómo le iba a afectar, porque todo podía quedar en un susto, pero si la cosa iba más en serio…Ya no dudaba de que en aquella mañana nada iría como debía. Notó que había empezado a sudar. Odiaba sudar. Odiaba llegar al baño y ver en el espejo un rostro en el que brillaban cientos de diminutas gotas emergiendo de cada poro de la piel. Odiaba tocarse las palmas de las manos húmedas y calientes. Odiaba el tacto pegajoso del sobaco. ¡Y había empezado a sudar antes de lo habitual!

A las nueve menos tres minutos percibió en la sala de espera un rumor de inesperada multitud. Llamó por el teléfono interior al vigilante.

—¿No sabe? Han cerrado la fábrica y no han dejado entrar a nadie a trabajar. Parece ser que han arramblado con todo. Alguno que lo ha visto dice que han dejado un solar. Han debido de llevárselo esta noche.

Colgó el teléfono sin responder. Encendió el ordenador para comprobar en él el número de trabajadores de la única fábrica que había quedado en pie en la localidad hasta ese día. Eran setenta y ocho. Calculó el tiempo que le iba a llevar tramitar la solicitud de prestación de cada uno de los despedidos. «Y eso contando con que traigan toda la documentación, que ya se sabe cómo se las gastan éstos».

Marcó el número de su casa. Una voz le saludó con un «hola, guapo». Le molestó tanta familiaridad a pesar de que le explicara su mujer que había visto el número de la oficina y que sabía que era él. «Otra lista», murmuró entre dientes. Le dijo escuetamente que no le esperara a desayunar, que había riada de carne de cañón. Le gustó imaginar que no había entendido nada. Se sentía rodeado de gente estúpida.

«Y ahora los analfabetos a empezar a tocarme los cojones».

FIN

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