Los ataúdes de Capdevisio.

Los ataúdes de Capdevisio.

─ Capdevisio u’ mueito, Capdevisio u’ mueito ─  Era el grito de una maratón de niños de oscurecida tez que corría hacia su botica, cada vez que en el vecindario alguien dejaba de existir. El primero en llegar recibía una propina. Él, con cara de satisfacción, preguntaba quién era el fallecido y salía a negociar con los dolientes la venta o alquiler de un ataúd.

Los ataúdes para alquilar tenían dos tapas: La superior de todos los féretros, y otra en el fondo. El ataúd alquilado, con el muerto adentro, sostenido por varios deudos, se ubicaba sobre la fosa rectangular cavada en el suelo para el entierro. La tapa del fondo se abría, y el difunto ─ recibiendo así el último golpe en este mundo ─ caía a su tumba. La tapa se volvía a cerrar y el ataúd retornaba a Capdevisio.

Tales rutinas funerarias eran parte de la vida diaria del polvoriento, desaliñado, canicular y feliz caserío, donde la sombra de palmas, samanes, inmensos árboles de mango y otros follajes, poco podían hacer por aminorar el bochorno.

En aquellos tiempos, mi oído andino me afirmaba que su apellido real era Cardevisio, llevado al modo campesino caribeño de hablar en mi país. Años después, supe que Capdevisio en catalán significa, algo así, como “cabeza de espanto”, lo que no dejó de parecerme curiosamente acorde con la imagen que proyectaba. Era un costeño viejo, de estatura mediana, flaco, con evidentes facciones de europeo mediterráneo y ojos grises muy claros  ─ casi blancos ─ que contrastaban marcadamente con la piel de su angulosa cara, ennegrecida por el sol del trópico, lo que le daba el aspecto de sepulturero o, de no sé qué otra macabra apariencia. Quienes lo veían por primera vez, debían remirarlo atentamente, para convencerse de que en la cara no tenía un par de huecos, donde debía tener su par de ojos.

Lo único tétrico en Capdevisio no eran su nombre y su figura. Su negocio también tenía asomos de surreal. Era el auxiliar de enfermería y propietario de la botica de esos confines, y su local contaba, además del espacio para la reducida y poco provista estantería farmacéutica, con un pequeño consultorio, en el cual se prestaba atención médica unas dos  veces al mes y; en la parte trasera, a la vista de sus clientes y de los pacientes del médico, con un  altillito abarrotado de rústicos ataúdes mortuorios. Los de vender y los de alquilar.

Contradiciendo su tétrico aspecto facial, su aparente misantropía y su medio lúgubre trabajo, Capdevisio era una excelente persona, amable y risueña; aunque en su vida no tenía a nadie más que a su anciana mujer, quien, desde tiempo atrás se había recluido en casa, y sólo se dejaba ver de su esposo y de una vieja colaboradora doméstica. El encierro era tal, que su piel empalideció a un grado tan inusual entre ellos que, cuando unos escolares vieron sus piernas desde un patio vecino, uno de ellos exclamó:

─ ¡Egda! La seño’ no pue’e salí al pueblo e’ podque tiene la’ do’ pata’ enyesaa’.

Una tarde sofocante, como todas las de allí, el habitual tropel de niños se dirigió presuroso a la farmacia.

─ Capdevisio, u’ mueito, Capdevisio, u’ mueito ─ gritando casi en coro.

─ ¿Dónde?

─ En tu casa Capdevisio.

─ ¿En mi casa? ¿Quién se murió?

─ Tu mujé’, Capdevisio. 

En ataúd propio, acompañado de una nutrida procesión de infantes y unos pocos mayores piadosos, la condujo a su última morada.

Ferió sus modestos haberes y se fue a España, de donde había llegado más de sesenta años antes. Meses después, sin un real, regresó a su verdadero sitio en este mundo, del cual nunca se debió haber marchado. Los niños celebraron su retorno. Se instaló en una casa para jornaleros que una compañía fenecida había abandonado en décadas remotas y, para subsistir, inició la vida que llevaban algunos campesinos pobres, de recolector furtivo de sus alimentos en cultivos cercanos. Los escolares le abastecían de guineos, yucas, patillas, mangos y otros productos que, por su abundancia desmedida, en temporadas no tenían valor comercial en la comarca. También le proporcionaban pequeñas cantidades de provisiones, que  debían ser adquiridas en tiendas, como azúcar, café, sal y aceite. 

Capdevisio se convirtió en paisaje.  Por años, fue familiar verlo deambular en los alrededores.

Una mañana, los niños, algunos ya adolescentes y algunos casi mayores, que le dejaban alimentos en la puerta cuando él no se encontraba en casa, advirtieron que éstos no eran recogidos. Preguntaron a los residentes cercanos. Nadie decía haberlo visto en los últimos días. Un grupo de ellos formó una escalera humana, parándose unos sobre los hombros de otros, hasta alcanzar el postigo superior de una ventana. 

─ Capdevisio ejtá mueito ─ Dijo el de más arriba, cuando logró asomarse.

En ataúd alquilado, traído de otra vecindad, niños y jovencitos organizaron el sepelio. Desde la muerte de la mujer de Capdevisio, los servicios funerarios, médicos y farmacéuticos, habían dejado de existir en aquel rincón del mundo.

FIN.

Fotos:

1- Niños campesinos del caribe colombiano de piñata.

2- «Comodidades» de una rústica playa cercana.

3- Pintura primitivista de una población primigenia del caribe.

4- Palmas, inmensos árboles de mango, casas heredadas de una antigua compañía y resolana… 

Campesinos_caribeños_colomb2.jpg

Playa_cercana3.jpg

Pintura_de_población_primig.JPG

Palmas, gigantescos árboles de mango, casas heredadas de una antigua compañía y resolana...

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