No es lo que parece

No es lo que parece

Natàlia Tost

07/04/2016

Los ojos azules la escudriñan ahora desde un espacio diferente, la miran desde dentro, son casi tonalidades del amor, profundidades e intensidades que solo ellos dos alcanzan a comprender. Han compartido más de cuarenta años de miradas, inteligencias, acuerdos…, y algunos sinsabores ¿por qué no decirlo?, y a pesar del cansancio, las arrugas y todas las zancadillas del tiempo, les parecía que este momento estaba aún muy lejos. En cualquiera de sus posibilidades, el fin del viaje era demasiado injusto. 

Oye también su voz, viajando desde los pies de la cama hacia ella, clara y decidida, ritmada, siempre, las pausas en su sitio, la honestidad intacta, contando todo, lo mejor que sabe. Habla tan bien. Le habla tan bien. Helena siente esa voz en el pecho, es la caricia de una amapola.

Él empezó por el principio. Chico pobre e inteligente consigue que una tía-abuela rica le pague los estudios en Lisboa. Unos estudios que no escogió, por supuesto que el resultado de la inversión tenía que retribuir a la mecenas, una licenciatura digna, con prestigio, algo que sirviese al autoelogio inevitable de la caridad aristocrática. Se mudó de la calle, del interior y de la planicie al bullicio de una capital en construcción. Se licenció en Derecho, y luego voló, a su profesión de contador de historias, primero en privado, una vez cumplido su horario de pasante en el juzgado, luego en pequeñas columnas de periódicos al borde de la bancarrota y de abismos políticos, o en panfletos que publicaban sin pudor poemarios desiguales sobre libertad, revolución y garbanzos contados. Su talento descubierto por casualidad, mucho más tarde, lo convirtió en un miembro de la familia.

Ella, Helena, empezó por la mitad y se quedó exactamente en la mitad. La hija buena de los tenderos del pueblo vendió coles y tomates, recorrió incansablemente los confines de la calle, saludó a las vecinas, limpió la casa donde iba a vivir para siempre, veló a todos los muertos, encaló paredes debajo de un sol abrasador y se marchitó en el cobertizo, todos los atardeceres, leyendo los ríos de palabras que él escribía, transportándose a otra vida, la que no tuvo.

Tumbada en la cama, proclamada por las últimas circunstancias como lecho de muerte, metáfora y preludio del sacrosanto descanso definitivo, contempla en la televisión al hombre de su vida, la que se merecía, otra vez, por última vez, dictando las malas noticias del día, mucho más viejo que cuando empezaron a empujarse y sonreírse a la salida de la Iglesia. 

A propósito de esos contactos indecorosos inmediatamente después de la comunión con Dios, su madre la reprendió severamente un domingo de abril de hace mil años.

Su última sonrisa acompaña el recuerdo de la respuesta veloz:

— No es lo que parece, mamá, no es lo que parece.

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Calle Alvalade. Messejana. Portugal.

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