Me mudé a Arturo Soria para cambiar los muros del centro de Madrid por pinos, los vómitos de Malasaña por piñas, los hipsters por runners y las estudiantes de erasmus por mamis pijas en 4X4. Resumiendo: para ser padre. Un padre en el paro. Así empezaron mis días empujando el carrito de mi hijo Lorenzo, esquivando viejas imantadas por sus mofletes, bocetando un patrón de recorrido en esa novedad de calles largas y vacías, e intentando demorar el parque infantil de Arturo Soria y Lopez de Hoyos: la chicha del día. Allí, animando el vaivén del columpio podía soñar otros mundos posibles, mirar mi Instagram dejando que Lorenzo se hiciera hombre disputando su pelota con niños mayores y hasta tontear con las cuidadoras de otros niños. Después de eso, el día se iba para abajo…
Pronto noté que en el parque había seres ajenos a las toallitas húmedas y los consejos sobre nutrición infantil. Sentados en los primeros bancos, un grupo de adultos compartía Coca-Colas, chuches y tabaco. Casi siempre eran cinco, nunca menos de tres. Una señora de unos cincuenta años, un pibe de treinta, un flacucho en algún lugar entre los cuarenta y los sesenta formaban el núcleo duro de la banda. A veces hablaban sin parar y se reían. Otras no se decían nada y se pasaban la Coca-Cola sin mirarse, como enemistados. Ropa limpia y ojos vidriosos. Maestros en el arte de la sonrisa triste. Metadona, me informó otro padre un día mirándome mirarlos. A pocos metros del parque, sobre la avenida, un centro de salud la expedía. Los chicos eran internos. Libres por el día, su disciplina de chuches y refrescos se entendía por la obligación de volver sobrios por la noche. Y entonces sólo tuve que abrir un poco los ojos para caer en cuenta que esa parte de Arturo Soria era un boulevar de vidas rotas de todas las edades y clases. Estaban los que arrastraban los pies como cargando una cadena imaginaria, los que llegaban tarde a ningún sitio, los que hablaban solos, los que te pedían cigarros con uno en la mano, los de la mirada torva y la baba floja. Comencé a saludar a los del parque. Sólo eso. Un hola. Lorenzo me imitó. Algunos días nos recibían con una sonrisa. La mayoría no nos reconocían. Vidas ricas que perdieron su reino. Almas puras, tercas y débiles me parecían todos ellos. Náufragos cuya balsa era el banco del parque en un mundo de tiburones.
-Hola!- decía Lorenzo. Y a veces le devolvían un sonrisa de renacido, como si hubieran visto un ángel. Empezamos a hablar, y para ellos siempre era en pasado: yo tenía, yo vivía en…yo era. Después se iban a buscar su metadona, que los mantenía muertos y vivos a partes iguales. A veces, empujando el columpio y mirando a la gente bien de Arturo Soria, pensaba: quién puede vivir sin su metadona? Qué sería de mí sin ti, Lorenzo?
FINAv Arturo Soria y Lopez de Hoyos, Madrid
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