Escapada a Marrakech (cobras y cobros)

Escapada a Marrakech (cobras y cobros)

SÁBADO. Mi esposa y yo llegamos a Marrakech al oscurecer. Como de la nada, surgió una media docena de sonrientes niños que se acercaron a nosotros para tocarnos insistentemente buscando una dádiva. Una bienvenida que costó algunas monedas.

Para llegar al hotel buscamos un taxi; por experiencia sé que en ciertos lugares es preciso regatear. En este caso se perdió la negociación y el tiempo; pagué lo pedido inicialmente: 150 dirhams ­–unos 15 dólares–. Ya que el hotel Assia se encuentra en una calle peatonal, el taxista nos dejó a 2 cuadras, donde parecía estarnos esperando “el hombre de la carretilla” para ayudarnos con las maletas. Tras “negociar” pagamos 25 dirhams y no los 30 que pidió primero; pequeño triunfo.

El hotel(ito) Assia es un bello remanso de intimidad y descanso. Como muchas edificaciones del lugar, cuenta con un fresco riad o patio central encuadrado con galerías de arcadas. En medio: una fuente rodeada de verdor.

Ya instalados, fuimos al famoso café Argana en la plaza Yamma el Fna. Cenamos el tradicional cuscús, ricos postres y la imprescindible infusión de menta. Al transitar por la plaza, a mi esposa la sorprendieron dos mujeres que, sin pedirle permiso, le tomaron la mano para decorársela con pasta a base de jena; a ella le gustó y se dejó hacer. El problema estuvo cuando cobraron 300 dirhams. Otra “negociación” que en este caso fue casi discusión. Las mujeres fruncieron el ceño y se creó un ambiente hostil que terminó cuando pagamos 200 dirhams, precio que quizá hubiera sido 50 en caso de acordarse previo al trabajo. Desagradable mohína.

DOMINGO. Desayunamos en la terraza del hotel. Bello paisaje brumoso con siluetas apenas distinguibles que conforman los Montes Atlas; hogar de bereberes.

Visitamos otra vez la plaza Yamma el Fna, que de día brinda otro espectáculo. Un flautista “encanta-cobras” que encantado cobra 2 euros por dejar fotografiarte con su reptil. Un sacamuelas que sobre una mesita exhibe un montón de piezas dentales y se ofrece para extirparte una muela. Un hombre te acerca un chango que puedes cargar y otro una víbora que te cuelgas del cuello. Todo se cobra.

Después de un paseo en calesa al compás de un caballo trotón, visitamos las Tumbas Saadies, contenidas en un precioso conjunto arquitectónico del siglo XVI construido por el sultán Ahmad al-Mansur para mantener, post mortem, unida a su familia.

Nuestro guía, Muley, era falto de una pierna que parecía no necesitar. Usaba chilaba negra y descomunal bigote; fascinante y autoritaria personalidad. En cada punto de interés nos colocaba en un lugar preciso y solo exponía sus explicaciones al cerciorarse de nuestra atención. Al final le quitó su cámara a mi esposa e hizo fotos a su antojo. Era un profesional y ofrecía servicio completo.

LUNES. Paseamos en el zoco. Le eché el ojo a un bastón de bambú. El marchante “olió” mis intenciones de comprar y se me acercó. Pregunté el precio, dijo 200 dirhams; decidí comprarlo no sin antes regatear. Ofrecí 100, el vendedor, indignado, hizo muecas y, con arrogancia, dijo 190. Tomé el asunto a juego, me acerqué a él y le dije al oído: 115. Ya divertido él también, en secreto me dijo 180. Hice contraoferta por 120; él entonces 170. Bromeando le dije 80 en sottovoce. Hizo aspavientos, dejó el francés y gruñó algo en árabe. Se sentía burlado y creo que deseaba estrangular a tan absurdo cliente. Sonriendo le ofrecí 130 que casi me arrebató. Quedé satisfecho con mi bastón marroquí.

MARTES. Fuimos al Mellah o barrio judío. Llegamos a una polvorienta calle donde nos topamos con Mustafá, hombre de edad indefinida que se ofreció a mostrarnos el viejo Mellah y su cementerio; lugares difícilmente accesibles sin guía, pues en una calle con muchas puertas casi iguales, él sabía por cual se entraba a un estrecho y largo pasadizo, tan oscuro, que salimos encandilados a una plaza donde expendían verduras y frutas. Allí convergen una media docena de calles angostas, que se ramifican y se reencuentran formando un laberinto donde pululan peatones, burros, bicis y veloces motos que hay que “torear” para salir ileso.

Abundan los muros derruídos y mucha suciedad. Algunas puertas de las casas son tan bajas que hay que agacharse para traspasarlas. Es raro ver ventanas; posiblemente las tienen hacia algún patio interior —su riad— que no ha de faltar. Deambulamos un rato por callejuelas y entramos a un taller de repujado donde exhibían bellos objetos. Hay vendedores ambulantes de cigarrillos, pero no en cajetilla sino por pieza; quizá con tal estrechez alguien podría vender colillas.

Mustafá platicó que el Melah se originó cuando llegaron los sefardíes expulsados de España por los Reyes Católicos. Al instituirse el Estado de Israel en 1948 casi todos los judíos marroquíes emigraron a su nueva patria; hoy quedan unos cuantos que conviven armónicamente con los árabes. Quizá los hermana la pobreza común.

El cementerio ocupa un vasto terreno donde predominan los modestos túmulos funerarios que comparten hábitat con unos pocos monumentos sepulcrales. Vimos abordar un lujoso auto a unos señores trajeados; imagino que eran judíos acaudalados que visitaron a algún antepasado. Sobrecoge el paisaje panteonero que resguarda a tanto trasterrado judío que halló cobijo en el Mellah.

Regresamos al hotel por nuestro equipaje y tomamos el taxi al aeropuerto. Mientras yo me acerqué al mostrador para documentar, mi esposa permaneció cuidando los maletines de viaje y mi preciado báculo.

Al volver con ella le percibí una sonrisa extraña que me recordó a la Gioconda. Me miró y señaló una minúscula etiqueta adherida en el bastón que decía Made in China. Me sorprendí y reí por mi ingenuidad.

No me extrañará que alguna vez, donde vivo, en Ciudad de México, algún vendedor ambulante me ofrezca un bastón igual por la mitad de lo que pagué por mi “bastón marroquí”. Los 130 dirhams que pagué es el precio del divertido regateo cuyo recuerdo aún disfruto, al igual que tantas otras vivencias en esa maravillosa ciudad.

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