La taza al lado del teclado

La taza al lado del teclado

David Cano

05/04/2016

Era una mañana de esas donde la ciudad, mi vida y el presente se convierten en una especiede araña caminando por la espalda, a punto de encajar la ponzoña. Enciendo la computadora, correcciones de estilo por terminar y un artículo que prometí hace siglos, es ahí donde el espacio en la hoja en blanco es metáfora del vacío de lo cotidiano y el zapping, a modo de redención,  transmigra al ordenador;  así transcurría el día hasta que lo encontré…  

Sus manos golpean rítmicamente en la West End mientras sonríe con su gorra desgastada. La última vez que nos vimos estuvimos en casa de su madre, luego de ser expulsados de un hostal porque le soltó unos chingazos a un pedante, de esos que creen que por repetir dos palabras de forma “creativa” van a generar un polípote. Nos sentamos a la mesa y Doña Chuyita, su amá, nos recuerda que de morros nos llevaba a la primaria y yo parecía una ratita asustada. Estar cinco días en el lugar donde crecí, donde corrieron por mis venas las primeras borracheras y sobretodo el amor, fue regresar a un sueño. Tenía catorce años sin caminar por esas calles que conocía mejor que a mí mismo. No contacté a nadie, así que recorrí mi barrio, la Bellavista, como si nunca me hubiera ido. Fue triste notar que el “OK”, la tiendita de la esquina, desapareció. Ahí fluían las tardes entre mitotes, maquinitas y unos cuantos cigarrillos. A lo lejos vi a Eddie, un chico con cierto retraso, sus padres lo tomaban de la mano, aunque ahora su cabello ya tenía el mismo color que el de ellos. Llegué a laguna del Nainari, el espacio donde acudía cuando me invadía la tristeza, pero también había cambiado, fue remodelada y no me causó placer su nueva fachada; es como cuando buscas tu taza favorita con la que te sientas a escribir, y de sopetón te enteras que la tiraron para sustituirla por una nueva, ¿cuándo se me preguntó si quería una taza nueva? Pero así sucede también con las cuestiones de urbanística. Continúe con mi caminar y con él llegó el atardecer, reconocí esos purpura, naranja y rosa de siempre con los que se pinta el cielo y entonces, por un momento, creí en el Nirvana.

Mi amigo y yo fuimos los vagos sin remedio del barrio. A él lo odiaban los vecinos por sus ruidosos ensayos y a mí por andar con mi mochila merodeando por todos lados, seguramente nadie daría por nosotros un centavo, aún hay quienes no lo dan. Y hoy que mi pie izquierdo comienza el día, sin un peso ni para comprar un triste chicle, veo un video de facebook donde mi amigo golpea un cajón peruano, lejos de casa, en la West End y recuerdo que también me fui del pueblo buscando un sueño.

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Calle: Amberes, Colonia: Bellavista, Cd. Obregón, Sonora, México.

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