Quise encontrar la calle perfecta para marcar mis pasos perdidos en ella y que solo fuera un secreto plasmado entre las baldosas y mis pies. Porque desde hace tiempo que no soy de esta calle, que mi calle no está aquí (ni allí, ni allá).
La historia es que vine a parar a este suelo por pura geometría del amor. Los balcones son ese reflejo de una calle inventada que guarda mis miedos y mis cuentos castellanos que en este idioma no se entienden, no se comprenden. Y es en este punto de intercambio lingüístico que me siento más extranjera que nunca. No porque la ñ deje de existir o haya una c trancada (ç) que me confunda con las eses de mis soles caribeños. No, no es eso. Canto la melodía de un lenguaje que no entiende de letras sino de signos, de expresiones faciales que te responden si hoy tengo un buen día o si he discutido con mi ex y el mundo me importa lo que una gota de lluvia a un océano abundante.
Los pasos de esta calle son rápidos y se vuelven invisibles. Una velocidad destartalada convertida en silencios donde todo rueda como una película muda de los años cincuenta. No hay protagonistas ni hay acción. Solo yo, desterrada de una vida mal usada y en el precipicio del no tiempo. Como si cada paso que sujeta este suelo cayera sobre mi cuerpo y fuera yo quien estuviera sometida al gran peso de la humanidad.
Me destierro a misma y me voy. Regreso a los días de zumo de naranja bajo el aire que roza las hojas de los eucaliptos de la plaza. Me dibujo con Ella, hablando de la vanidad de lo real y de lo fácil que es soñar cuando las arrugan no te cubren la sonrisa aún elástica. Es allí donde quemo las últimas gotas de mi sed. Y me vuelvo.
Abro los ojos y cambio de acera para evitar el sol. Sigo caminando, en silencio. Es cuando llevo un rato buscando sitio para usarme que el ruido se vuelve zumbido y el zumbido acaba por transformarse en nada. A mi lado se cruzan dos señoras afiladas, entaconadas, que me dan codazos rápidos para birlar la estrechez de la acera. ¡De repente se creen que la quiero toda para mí! Y sí, quiero toda la acera para mí, toda la calle que sea mía para no tener que aguantar tropezones con los perfumes de chanel y las profundidades de vidas vacías.
Porque vine a parar a esta calle por pura geometría del amor, y ahora, el laberinto matemático que antes era corazón acabó por convertirse en triángulo escalenado.
FIN
CALLE JOAN MARAGALL (GIRONA)
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