─ Hola, soy Paquita, 28 años en el barrio, ¿y tú?
Así conocí a una de mis vecinas al poco de trasladarme a la casa en la que iba a vivir con mi recién estrenado marido. No sé si su intención era pedirme un certificado de antigüedad y dejar claro quién tenía más derechos adquiridos, o simplemente preguntaba mi nombre. Pero, por si acaso…
─ Pues yo 31─ le respondí, reconozco que un tanto desafiante. Si aquello era un concurso, iba a ganar yo.
─ ¿31?─ inquirió asombrada, con el ascensor ya llegando a su piso.
─ Sí, toda la vida ─ exhibí ante ella una sonrisa triunfante. ─ Hasta luego, buenos días.
Han pasado ya 10 años desde este encuentro con Paquita, y sigo en “mi” barrio.
De pequeña, me resultaba extraño vivir en una plaza, todas mis amigas del colegio vivían en calles, era lo normal. Además, la idea que yo tenía de lo que era una plaza distaba mucho del lugar en el que estaba mi edificio. Las plazas de mis lecturas eran redondas, pequeñas, y en su mayoría rurales. Mi plaza eran tres, “las plazas”, enormes, rectangulares… y en ellas reinaban unas de las fincas más altas de la Valencia de entonces.
Las plazas y sus edificios emergían como una especie de islas en el mar de la huerta que todavía rodeaba mi casa. Esa imagen de mi infancia, la parte rural que de alguna manera sí tenía mi plaza, fue sustituida poco a poco por otra menos bucólica, la de edificios tan altos como el nuestro, con sus grandes terrazas y sus piscinas comunitarias, la del hipermercado, la del hospital, el colegio público, los parques y jardines… El barrio fue creciendo y transformándose, convirtiéndose en una de las zonas más modernas de la ciudad, icono del boom inmobiliario.
Pero, si hay algo que las plazas, mi plaza, no han perdido con el paso del tiempo, es la idea de libertad que emana de ellas. Bajar a la plaza siempre ha sido entrar en un mundo especial, donde “no había peligro”. Eso sí, siempre que no hicieras equilibrios en las barandillas.
Al mínimo rayo de sol, los niños del barrio siguen llenando el irregular trazado de la plaza con sus bicis y patines, jugando a la cuerda o al pilla-pilla… Una extraña mezcla de alegría y melancolía me invade siempre que descubro un sambori pintado en el suelo, imposible resistirse…
Sigue habiendo partidos improvisados de fútbol, donde ahora juegan los hijos de aquellos que soñaban con ser Stoichkov, Butragueño o el Piojo López.
¿Y si llueve? Aparecen los infinitos charcos que cubren el pavimento. Siguen formándose en los mismos lugares. Viejos conocidos, geniales amigos para los pequeños vecinos que chapotean ahora en ellos.
Sentirse libre disfrutando de la brisa del juego, libre para ser uno mismo, ésa es la magia de la plaza. Y es que, cerrando los ojos, en mi plaza aún puedo ser la niña que fui.
FIN
PLAZA PROFESOR LÓPEZ IBOR, VALENCIA
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